lunes, 13 de mayo de 2013

PARADOXAS Nº 164 - Vol. II


PARADOXAS

REVISTA VIRTUAL DEL SURREALISMO NEOBARROCO


Año VII - N° 164 – Volumen II


INDICE

Extensión de Arena infinita en la que hay desperdigadas Fuentes. - Francisco Antonio Ruiz Caballero
SILICA – F.S.R.Banda
DUETTINO PER SOPRANO E BAJO BUFFO - Hilda Breer – F.S.R.Banda
HEMEROCALLIS CON FONDO GRIS - F.S.R.Banda


EDITORIAL

Para que la definición de “barroco” y el uso del término fueran por lo menos aceptables, sería necesario que las características que se dicen “barrocas” especificasen todas las obras de una serie determinada y solamente a ellas; sin embargo, las series clasificadas como “barrocas” son bastante diversas y diferentes del lugar a lugar, de autor a autor, y, principalmente, de un arte a otro y lo mismo de obras a obras de un mismo autor, de modo que características formales propuestas como específicas del “barroco”, cuando la noción se aplica a las representaciones del siglo XVII, no pasan de generalidades formuladas como deducciones y analogías ―informalidad, irracionalismo, pintoresquismo, fusionismo, contraste, desproporción, deformación, acumulación, exceso, exuberancia, dinamismo, incongruencia, dualidad, sentido dilemático, gusto por las oposiciones, angustia, juego de palabras, nihilismo temático, horror al vacío― que explicitan más las disposiciones teórico-ideológicas de los lugares institucionales que las aplican que propiamente la estructura, función y el valor histórico de los objetos a los que son aplicadas, en la misma medida en que, siendo genéricas, como resultados de esquemas universalizados a-críticamente sin fundamentación empírica, también podrían ser aplicas a cualquier otro arte de cualquier otro tiempo.

Pirateado por ahí de Internet.Vale.

El Editor


La Melodía Envidiosa.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

Había una melodía fría como la muerte llena de colibríes azules, que iba de un hibisco a otro dando vueltas de torbellino sobre si misma, y había una melodía de gusanos rojos, fracturada por una astilla de barro, que se desprendía de una estalactita de cal amarilla. Las dos melodías se encontraron en una calle sin nombre, en la que varios perros ladraban amenazadores, cada uno de un color distinto, desde el amarillo pálido hasta el verde malaquita, pasando por el negro feroz, brutal en su descripción de la esfinge, odioso cancerbero de un infierno de estrellas oscuras. La calle olía a alcanfor y madreselva, apestaba a carne podrida y a chacina, y a humo de gasolina, y no tenía ni una sola ventana con geranios, pero desde las azoteas colgaban los muertos recién eyaculados y desnudos ahorcados por sogas de seda verde, y sobre ellos niños feísimos y malvados se asomaban con grandes sonrisas de melocotón podrido. Las dos melodías se encontraron, una de ellas llevaba un vestido verde de flores exquisitas, mandrágoras, madreselvas, geranios, lirios, la otra melodía iba desnuda y enseñaba su cuerpo grotesco, gordo y lleno de pústulas rojas a punto de reventar, contrahecho y deforme, clavado con alfileres de platino irisado, muy verdes y muy dolorosos, que perforaban el cuerpo haciendo saltar la sangre de un color rubí profundo en pequeñísimas gotas carmesíes. Las dos melodías se vieron, con una mirada de cuervo y cizalla, con una mirada bizca, estrábica o miope, profundamente necia y envidiosa, y al mismo tiempo el reloj de la Iglesia marcó las doce y media con celo de precisión caótica, y un vencejo cruzó el cielo sobre los cadáveres comiéndose una mosca negra y horrorosa, monstruosa en toda su insectívora presencia, y cargada de bacterias mortales, y girando sobre si mismo el vencejo dió la media vuelta por detrás del campanario mientras gritaba espeluznado de tanta vileza, y acto seguido otra horrible mosca entró en su boca insaciable, llena de esporas de hongos. Los perros, como posesos de fiebre o rabia, sudorosos de aceite negro, empezaron a morder a los dos melodías, que se miraban con un odio próximo a la demencia, destilando en sus miradas lágrimas de ácibar rojo, y en un total paroxismo las bestezuelas arrancaron las tripas a las dos melodías, que se transformaron en unicornios deformes. Los perros desaparecieron al comer las tripas envueltos en un fuego negro rojo y amarillo lleno de culebras y víboras, exquisitamente feas, pues tenían los ojos cegados por cicatrices. Y los dos unicornios se pusieron a pelear hiriéndose en el cuerpo con saña, mientras un resto de tripas de melodías ardía sobre el suelo con olor pestilente. Uno de los dos unicornios era deforme y tenía dos narices, de las que brotaban gusanos de color azul, y era amarillo y turquesa, tenía en la frente un cuerno curvado hacia arriba, y daba cornadas al otro unicornio en el cuello. El reflejo especular del primer unicornio, el segundo caballo, era tan feo que no tenía labios, y sus dientes eran cuchillas de afeitar, y con su cuerno, torcido en espiral, lanceaba a su contrario en las tripas. Pronto los dos jamelgos cayeron muertos, vomitando sangre, y sobre sus cuerpos las horribles moscas se posaron, en un enjambre oscuro y macilento, y los niños sobre las azoteas cortaron con cuchillos las sogas de los cadáveres cayendo los ahorcados sobre su propio semen y sobre las dos melodías tumefactas. Una gran carcajada de odio y alegría salió de la boca de un leproso tullido, que era además bellísimo, en una inexplicable contradicción aparente, y una de las dos melodías se puso enferma de dolor y rabia, a pesar de que estaba muerta y llena de moscas. Al leproso tullido le acompañaban otros dos ángeles, tan leprosos y tullidos como el primero, igualmente bellísimos, y también se sonrieron con alegría y mala leche, mientras se soltaban grandes y sonoros pedos. Y al ver a la macilenta armonía podrida rabiar de ira empezaron a golpearla y a patearla sobre el suelo hasta que a la deforme melodía le rompieron la cabeza. Y fue aquello como un sonar de grillos monstruosos. Después, satisfechos de su hazaña los tres arcángeles y tullidos leprosos, bellísimos los tres como lirios salvajes, se fueron de aquella calle dejando sus huellas ensangrentadas sobre el asfalto. Las dos melodías estaban sobre el suelo, junto con los cadáveres de los ahorcados, las moscas y los gusanos, y los niños miraban desde arriba y soltaban globos llenos de agua que caían y se reventaban al caer. En fín, qué tremendo esfuerzo hizo el músico para agradar al emperador de la China.


Extensión de Arena infinita en la que hay desperdigadas Fuentes.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

Fuego de música. Nieve de música. Agua de música. Neguillas violetas, neguillas muy pequeñitas y violetas. Colibríes en la boca del dragón. Dragones azules gigantescos. El sol marcando la espalda como un látigo. Centellas azules, colibríes negros, iridiscentes, canarios dorados. Absolutamente nada en todo lo que abarca la vista. Sed como una espina en la garganta. Garganta verde del diablo. Nieve caliente. Arena translúcida. Diapasones de níquel esmeraldino, vibrantes diapasones de oro y cimbalillos violetas, monstruos de mirada soberbia. Sevillas de oro y plata. Sanlucar de Barramedas de diamante, de aceite perfumado, logaritmos de platino celeste, ecuaciones de música digital, vinagretas amarillas en los muros, planicies de arena infinita en las que hay desperdigadas fuentes, grandes extensiones de arena amarilla, bajo un sol del mediodía terrible, todo hecho amor y odio, como una luna de calor inmisericorde. Arpegios de flauta violeta, carne de membrillo dulcísima, mermelada de frambuesa negra, Querétaros de salamandras rosas, Querétaros de salamandras verdes, Querétaros de salamandras lilas, islas de perfume de madreselva, geranios rojos y fucsias, con grandes corolas exuberantes, pavos reales azules. Toques de arpa y clarinete, sombreros de oro y pedrería, esmeraldas rabiosas, ojos azules y verdes, rosas negras, rosas rojas y amarillas, serpientes rojas. Extensión de arena infinita en la que hay desperdigadas fuentes. Soledades llenas de témpanos de hielo caliente, trópicos fríos sin una sola hierba, descoyuntadas azoteas sobre precipicios, jardines con espejos, jarrones llenos de hielo picado, cócteles de rón, cola, y sándalo, estatuas de oro macizo de Apolos y Zeus, líneas de cascabelitos de cristal fucsia, topacio fundido, miel y gengibre, hormigas de oro. Aves del paraíso verdes y azules, pero muy lejos de aquí, aquí no hay nada, aquí solo hay arena caliente, arena caliente cristalina, y un sol de justicia que lacera la espalda, escorpiones de acero negro, y duendes que no han existido nunca, y monedas de oro, miles de monedas de oro, cientos de millones de monedas de oro, y en toda la extensión la nada, la nada como la nieve cayendo sobre el mundo, la nada como una gran arista de calor y fuego, la nada en la arena y en la arena la nada, y los albatros en el cielo. Una ciudad se eleva en medio de la arena, tiene puertas azules que llevan a corredores verdes, que suben a escaleras demenciales que bajan a azoteas sin flores, que terminan en otras escaleras que llevan a zaguanes oscuros y a otras azoteas, y desde las que no se escucha sino un silencio de plata eclipsada. Más allá la misma planicie desértica y otra ciudad exactamente igual a la primera y más allá aún lo mismo, y cientos de veces, y la extensión de arena que ha consumido a sus peregrinos, sin un sólo pájaro azul, y miles de pájaros violetas. Extensión de arena infinita en la que hay desperdigadas fuentes. Y qué fuentes tan amables, tan deliciosas, tan pequeñas, tan insignificantes, tan sublimes, tan necesarias. Calor insondable y piedra. Piedra y arena blanca, como nieve caliente, desafiante y llena de alacranillos, vulgar salvo en su belleza, extensísimas regiones de blancura caliente, achicharrante, y diminutas neguillas azules, y fuentes muy pequeñitas, con un agua muy fría. Cristalitos de violetas y cuarzos rosas, sobre marejadas de perfume azul, sobre espacios vacíos al aroma, sobre grandes planicies en las que no hay nada. Los huesos de una vaca que murió hace mil años, la pisada de un peregrino que anduvo este lugar, y que no ha regresado, la música de un arpa de bronce negro, la mística de un monje que se alimentaba de raíces secas, la soberbia de una columna de topacio, la pluma de un colibrí naranja, los hibiscos rosas bajo las moreras. Extensión de arena infinita en la que hay desperdigadas fuentes. Grillos en las bocas de los Dragones. Caleidoscopios de música y nada, absolutamente nada, como un cielo en blanco, sin una sola nota de incienso, sin una sola gota de rubí, sin una sola nota de piano, nada, nada, nada, cayendo como un puñal sobre la rosa. Extensiones arena que quema, arenales gigantescos de color crema, y aquí y allá, muy lejos, una fuente muy pequeñita, pero llena de centellas. Extensiones de arenas infinitas en las que hay desperdigadas fuentes.¡¡¡Ay de aquel viajero que se encuentre la fuente seca¡¡¡.


SILICA
F.S.R.Banda

Bajo el esparto, en las hondonadas donde el sol no es aun reflejo, sobre los nidos de los arcángeles sangrientos, como un moho verde esmeralda en la cara sur de las piedras canteadas del templo Huitzilopochtli, incrustado en las alfombras de la Mezquita Azul de Istanbul, congelado, vitrificado, cristalizado, hecho polvo de diamantes en las aguas siniestras del Estigia. En los ojos furiosos de los dragones y en la catedral derruida por los bárbaros insensatos, obsidiana, silex, espejo y punta de flecha, arena o cascajo. Escombros, demoliciones, ruinas. En los vestigios de los últimos profetas guerreros, en sus huesos calcinados por el salitre incandescente y barnizados por lo vientos impenitentes. En la marca y en el cizalle. En el fuego de la zarza de amianto de la revelación del Nombre. Fragmentado en los conglomerados rojizos de la cuesta de las Chilcas. Hundido, naufragado. Refractando la luz que iluminó las catacumbas de la Roma Imperial. Allí, en la Rosacruz magenta, en su misterio, en su secreto, y en su amatista florecida. En el pomo de una espada enmohecida, en la corona de un imperio vencido o en la tiara del Sumo Pontífice, Urbi et Orbi. Como sedimento en las madrigueras de las serpientes bicéfalas, en la cáscara de los huevos de los pelícanos y de las águilas. En las uñas del varano sagrado del manglar de la isla de Santa Isabel. Espuma petrificada de océanos ignotos, estalactitas del túnel del tiempo, cristales de luna llena, brillo lunar en los sargazos con sus mareas y sus oleajes, purulento fetiche de alquimistas, alteración ensimismada de sicópatas y verdugos. Atrapado en los matices del gris, en el chispero de los dioses de Dendera, en los antiguos camafeos orlados de brillantes de la marquesa de Castrillo. En la sal de los nichos de cementerios abandonados, en los signos del ópalo y en la criptografía cuneiforme del esperanto. Mezclado con ceniza volcánica en los fondos cenagosos de los charcos andinos, telúrico y trepidante. Terco polen lítico en los arenales donde anidaban los míticos dinosaurios alados, crispaciones del aliento del Fénix, fugaces exornaciones en la crin de las bestias de las pesadillas ecuestres, chispas de los cacos de Rocinante cabalgando sobre el mentidero de las Losas de Palacio en el Alcázar de los Austrias. Pizca del laberinto de Cnosos, trozo del Muro de los Lamentos, fragmento del hielo de Tunguska.  Diente de perro. Tintineando el desencanto de los moribundos, ornando las banderas de los sátrapas incapaces, siempre bajo el esparto. Vale.


Hilda Breer – F.S.R.Banda

La virgen custodia su rosal, la muñeca busca un vestido, la doncella se esconde para espiar, la flor canta suavecito, la sombra se ríe con timidez, la voz espera que el rocío humedezca los recuerdos, la vida hurga displicente los rincones olvidados y los besos guardados entre desgastadas hojas de viejas misivas cansadas, van volando hacia ti. Me llega la voz, tu voz, embebida de rosales, muñecas, vestidos y doncellas, la voz como canto o arrullo o quejido, y cuajada en el rocío se hace eco en los rincones e inicia así su vuelo de besos hasta el bosque de los altos eucaliptos. La muñeca, confiada, se recuesta entre los altos eucaliptos para dejarse arrullar por los tintineos de seda que se desprenden de las perfumadas hojas y se duerme. La otra voz responde. Se trizan los antiguos muros medievales con sus siglos empotrados en los territorios de los bárbaros y las vías de los aurigas del Imperio, se derrumban las columnas góticas y los vitrales se quiebran en una algarabía de brillantes fragmentos de vidrios de colores y una telaraña de delicadas varillas de plomo. La virgen, la muñeca y la doncella permanecen incólumes, inmortales, intocadas por el viento de tormenta y el aguacero contumaz, la flor, la sombra y la voz vagan buscando el agua de anís, el polvo evanescente del tiempo sobre los objetos amados y las cosas perecederas, la luz escindida del vitriolo de los soles de los años vividos. Hay vuelos de gaviotas entumecidas, rincones donde el rocío se aconcha asustado de la bruma, un perfume medicinal de eucaliptos observados por unos ojos escondidos en las arenas de un desierto, inmaculados. Una voz retumba y se hace eco esparcido por las catedrales, los teatros de opera, los escenarios iluminados de colores y fanfarrias. La vida hurga ciertas detenciones para aspirar la brisa encantada y fresca tamizada por los bosques camino a Colonia Tovar. Rosales, vestidos nunca de novia, cartas de remitentes fantasmas, el cúmulo de recuerdos que la memoria soporta antes de decidirse a borrar las circunstancias, los lugares, los rostros, y volver a guardar solo las sensaciones; ese sabor ácido y distinto de una fruta cuyo nombre se olvidó o se confunde con la guanábana o el merey, aquel aroma a tierra húmeda, recién llovida, ese paisaje angustiante de un crepúsculo en los llanos, el rumor trepidante de una cascada por la Gran Sabana, el roce de esa piel aquella única noche de embrujo. La virgen y su rosal, la muñeca y su vestido, la doncella escondida, la flor, la sombra y la voz esperando el rocío para, mariposa cansada, venir volando hacia mí. Vale.


HEMEROCALLIS CON FONDO GRIS
F.S.R.Banda

Sobre el fondo gris, desenfocado, de piedras lavadas o desproporcionados paramecios, unos dedos verdes se estiran desde la tierra mustia pedregosa al cielo azul intenso, vacío, como los dedos de un camaleón agónico, con sus blancas ventosas y sus falanges torcidas. Hemerocalis sobre fondo gris. Tomando el sol. Toda una secuencia de flores en sus distintos estados vitales, desde la muerta flor vencida, doblegada por el tiempo, ese enemigo formidable, hasta los fálicos botones florales que se besan casi escondidos y avergonzados de su roce orgiástico, y en el intermedio la crujiente belleza de los anaranjados rojizos y los amarillos vivos, desafiantes, erguidos, turgentes, con la soberbia de los ingenuos convencidos de ese puro orgullo momentáneo. Hermosas flores. Preciosas flores. Una belleza de flores. Dijeron las musas sofocadas por el reflejo de sus propias bellezas. Los lirios del día, herbáceos, perennes y rizomatosos, extraviados para siempre de su nativo Cipango, con sus anaranjados y rojos sangrientos de sangre cuajada, y la intima explosión cosmológica en el centro mismo del breve universo vegetal donde nacen sus estambres amanerados y su engreído pistilo, en una misteriosa inversión del comportamiento sexual. Ya el verano se llevó el verde brillante de las largas hojas linear lanceoladas y agudas. Solo quedan los largos escapos bracteados soportando en el ápice las grandes y vistosas flores actinomorfas y hermafroditas, dispuestas en inflorescencias paucifloras ramificadas. Quizás su altivez de reina floral está en el esplendor de las variedades de la Hemerocallis fulva; la Kwanso y la Flore Pleno con sus flores dobles, en las que los estambres se transforman en tépalos o la Rosea que posee flores de color rojo rosado, o la Littorea, que muestra un hábito de crecimiento perennifolio. O aquellas de tépalos recurvados con márgenes sinuosos y la nervadura media de los tépalos de color más claro y un largo tubo perigonial, y ni que decir de aquellas variedades que muestran hasta cien flores por escapo. Y ahí están sus hábitos de vagabunda que la hace vivir y resplandecer en antiguos jardines, a lo largo de los caminos, o en los jardines del Palacio Topkapi, en Istambul, naciendo, creciendo y muriendo en cualquier suelo bien drenado y a pleno sol, tolerando suelos pobres, veranos demasiado cálidos y la falta de la vivificante humedad. Pero esos son jactancias ajenas, ella solo se abre inocente de su hermosura, de su gallardía heráldica de lirio clandestino, de su virginidad de nardo encendido o de la algarabía de azucena colorinche. Allí, sobre fondo gris, en el gallego jardín de Quino. Vale.



Revista PARADOXAS N° 164 - Volumen II
13 de Agosto de 2011


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