sábado, 11 de mayo de 2013

PARADOXAS Nº 161 Vol. I

PARADOXAS

REVISTA VIRTUAL DEL SURREALISMO NEOBARROCO


Año VII - N° 161 – Volumen I


INDICE

VIAJE CON LUNA - Hilda Breer
MIERDOSAS DIVINIDADES - Pablo López. Iconoclasta.
EL FORASTERO - Delfina Acosta
Comentario sobre “DONDE VIVEN LOS MUERTOS” - Thania Rincón
LAS MARGARITAS DE FIBONACCI - 40añera (*)


EDITORIAL

LITERATURA SEGÚN BORGES

- El deber de cada uno es dar con su voz. El de los escritores, más que nadie.
- La imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura porque a ella propendemos en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una operación instantánea.
- La literatura es un sueño dirigido y deliberado.
- Un libro es más que una estructura verbal; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria.
- Al principio, todo escritor es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, sin son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.
- Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad.
- No hay en la tierra una sola página, una sola palabra que sea sencilla, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
- El escritor más eficaz es aquel que incluso puede parecer un poco torpe.
- Los jóvenes son barrocos por timidez. Temen que si dijeran exactamente lo que se han propuesto los demás descubrirían en ello una tontería. Entonces se ocultan bajo varias máscaras, llegan a pensar que la literatura es una especie de arte combinatoria de palabras. Pero el arte se hace de vida y no de vida meramente observada.

Así fue publicado por Escritos, Revista Cultural. Vale.

El Editor



AD ETERNUM.
Aragggón

No he encontrado el Magno Reglamento Pontífice Oficial para Escritores. Ese oficio que imagino nefasto con sus múltiples apartados y presentaciones ridículas. Estructuras sacadas del sobaco de alguna vaca sagrada de gestos y aires pestilentes de élite.
No he firmado el contrato que me condena como escritora cuadrada de paredes rancias y selladas sin escapatoria. Aún sigo prófuga de la justicia divina que purgará, en algún momento mis pecados.
Y no siento tristeza de que mis palabras sean excluidas de sus reinos. Me hace única e interesante. Soy vanidosa y poseedora de mil pecados más. Seguramente arderán mis letras junto a mi piel tatuada con ellas en sus hogueras que heredan las técnicas de la época de la caza de brujas.
Imagino como trazarán al aire sus persignaciones de despedida conteniendo sus erecciones bajo las sotanas, ni siquiera visibles porque son tan mínimos sus miembros.
Y habrá grupos de rezadoras cubriendo sus rostros faltos de orgasmos añorando el perdón de un Dios inexistente, del amiguito imaginario no superado en sus infancias: Ave María por mi perdón, Padre Nuestro por mis pecados. Un crucifijo colgando entre sus manos que las roza indecente y solo cierran la mirada para no caer en tan divina tentación.
Y sí, les recuerdo, hablo desde el 2011. ¿Les parece increíble?
No encuentro el formato para que me acepten en el club de redentores de la nueva luz literaria. Tal vez siendo miembro activo mis letras no ardan en el fuego purificante. Aprenderé a cerrar los ojos y latigarme cual fiel iluminati ante la presencia de un obsceno pensamiento. Redimiré mi conciencia y la volveré blanca, pura y casta como el coño de la Virgen.
¡Mentira! ¡Ni volviendo a nacer! ¡Ni loca!
Mi naturaleza me obliga a vivir más intensamente la brasas de sus condenas.
Recen, oren, mientras copulan mi cuerpo los demonios letrados frente a sus ojos que no controlan el morbo por verme.
Déjenme fuera de su paraíso de angelitos y flores acarameladas.
Seguiré siendo el animal analfabeta de sus vocablos retorcidos envueltos de hojas de oro que decoran con hipocresía sus templos.
Seré la bestia que jode sus reglamentos hipócritas teñidos de censura. Se los dejo claro, como les gusta… ad eternum.


VIAJE CON LUNA
Hilda Breer

Salí del establo al atardecer. Acomodé el navegador para viajar por calles normales y no por la autopista. El día fue bellísimo, claro, pero a esa hora comenzaba a oscurecer. Fue una experiencia increíblemente bella pues viaje contigo, gozamos en silencio de la puesta de sol, de las luces rojas en el horizonte, de las ramas de los árboles todavía sin hojas, que se elevaban hacia el cielo formando extrañas redes como algas dispersas y ondulantes, calles bordeadas de troncos fuertes, seguros, y las praderas a los lados con animales correteando o ya dirigiéndose a sus pesebres. Todo en tonalidades de rojos, rosados, azules, dorados, amarillos, verdes los sueños, verde la esperanza, verdosos los ojos que miraban toda esa belleza real en la que estaba también la luna. Luna llena gigante, asombrada y sonriente de mi felicidad, luna que nos alumbraba a los dos. Vivaldi acariciaba mis oídos, luego Mozart, y la noche seguía acercándose como si buscara hacernos un lugar para amarnos. Y te toqué, y te soñé y te poseí protegida por esa luna  bondadosa  y paciente, y casi llegue al lugar de destino en un trance. Hacia tiempo que no vivía tanta belleza junta. Es una zona muy plana y los colores de ese anochecer se dispersaban por todas las calles, las aldeas y las pequeñas ciudades por las que pasaba, como arcoiris equivocado, y llegué. Me abre la puerta un señor mayor, muy simpático y hasta diría alegre, rebosaba de alegría. Me saludó abrazándome con cariño, lo cual me sorprendió y recordé otra vez que alguien me abrazó con cariño al llegar a una estación de trenes sin haberme visto antes. Pasé, fuimos a un saloncito y le mostré la estatuilla, comenzó a revisarla admirado y a decirme que era una grata sorpresa encontrar una pieza de colección como esa, y también junto con ella ver mi rostro, mi figura, mi risa. Conversamos poco; me contó que vio por casualidad el aviso, y pensó de inmediato, por la breve descripción, que era lo que buscaba. Aceptó el precio sin remilgos ni regateos y la puso sobre una mesita rinconera junto a un hermoso jarrón chino azul cobalto. Me quedé poco rato, ya habia vivido el viaje contigo de otra manera y eso me llenaba. A la hora quise regresarme, de noche no manejo feliz pues no veo bien. Y regresé a la casa como tres cuartos de hora mas tarde, no es tan cerca. Regresando, la luna volvió a acompañarme y sonreía y nos miraba.

Nota.- La autora agradece la creativa edición barroca realizada sobre el texto original por el Arcángel Nonato.


MIERDOSAS DIVINIDADES
Pablo López. Iconoclasta.

Si pudiera escribir a alguien que le importara algo de mi vida, le diría que la vida ha sido larga hasta ahora.
Que me siento un poco cansado.
Si ese alguien que me escucha, le importo de verdad, sólo puede ser alguien poderoso; porque sólo alguien importante podría interesarse por mis miserias.
Soy demasiado vulgar para despertar interés.
Le pediría que es hora de paz; que ha llegado el momento en el que yo, cosa inane, deje de tener protagonismo.
No valgo tanto como para que un dios de mierda me preste tanta atención, no necesito que me jodan las divinidades. Soy humilde y sencillo. Quiero pasar desapercibido para los putos dioses.
No necesito que nadie ni nada piense en mí. Sólo Ella.
No quiero que un dios de mierda con sus proverbiales y piojosos designios me siga prestando su atención. Los hay necesitados, los hay malos. Los hay que deben morir.
Yo quiero ser ignorado por ellos.
Si Cristo en persona me diera su bendición, le diría que no me amara, que no intentara redimirme. Que ni se me acerque con su mierdosa misericordia. Porque si existiera, él sería el responsable de mis años de frustración y soledad.
Le diría que gracias a mi humana fuerza y entereza, he encontrado el amor, a pesar de él, a pesar de todos los dioses y deidades de este jodido mundo.
No existo, eso les diría. Que me dejen en paz esas mierdosas divinidades.


EL FORASTERO
Delfina Acosta

En el pueblo no ocurría nada.
Gertrudis, que vendía flores de origami frente al cementerio cada domingo, y Andrés, que solía traer alguna que otra presencia dominical suya hasta el portón de hierro para que se viera la calidad de la gabardina de sus pantalones, hablaban, y hablando, tosían niebla. A veces   les pasaba por los ojos el recuerdo del día en que vieron abandonar al cura párroco el pueblo.
Nadie iba a misa y a él le quedaban muy grandes esos  apóstoles de caliza de su iglesia, uno debajo de cada tragaluz hexagonal, y sobre todo el crucificado, que con la cabeza gacha y ladeada sobre su hombro derecho, parecía contagiarle la muerte, haciendo aún más penosa y desventurada  su situación de religioso sin fieles.
Si existiera una  murmuración de aquellas generaciones indiferentes a Dios  que inventaran una sospechosa relación entre su persona y el ama de llaves de la casa parroquial, aquella habladuría, aquel comadreo  le parecerían solamente un pecado que debía perdonar, pero nadie murmuraba nada.
Ni una irrelevancia: “Ah... he visto al cura párroco buscando a su perro, pero él no me vio, aunque Benito sí”.
Ninguna gravedad: “Y después de media damajuana de vino, se le da por otra media damajuana más, y al llegar a una damajuana, tú le llamas don Tomás, o don Jaime, o don José María, y te cree y se te acerca”.
A veces caía alguna que otra gente en el pueblo, pero luego  desaparecía.
Las casas, con el musgo y las hiedras trepando por las paredes, y las palomas quedándose a vivir en los aleros, esa agua desabrida del aljibe  que subía cayéndose a veces de sí misma, aquellas luces callejeras  que venían a morir puntualmente a las seis del crepúsculo, espantaban a las personas que no entendían cómo era posible una existencia sin autos levantando polvareda por el camino, sin calles con nombres difíciles de leer en el primer intento, sin un parque con glorietas a donde ir a buscar un trébol de cuatro hojas y arrancar  la nostalgia, la melancolía del sitio.
Somos gente sola - dijo Gertrudis.
La señora Florencia no cuenta, jamás sale de su casa, salvo que venga a llevarla a pasear alguna amiga que jamás la visitó  - mencionó  Andrés.
 Fue en un día de mucha humedad, pero de leves y de breves apariciones del viento sur que traía un poco de alivio a la gente asmática del sitio, cuando llegó un hombre de sombrero panameño  y larga barba pelirroja  en un auto modelo 60. Algunos curiosos se sintieron a salvo de aquel pueblo tan chico y desolado y aburrido.
En una ciudad uno despierta y ya está  mirando más de dos veces  el reloj de pared para asegurarse de que la hora no le está engañando; al oír la bocina de los taxis, uno salta, como alertado por una sirena, y va a recoger el diario del pasto que se afana en mantener su frescura, y luego corre a  hacer la primera llamada telefónica del día.
 Ah..., en una ciudad uno despierta, y ya está abriéndose paso entre el intento de amabilidad de los demás, con un nervioso “Permiso, permiso”.
Villeta... En el pueblo todo es tan  distinto, empezando por la levedad del aire que se abandona al vuelo delicado de  las más coloridas mariposas.
Sale doña Mariana a buscar a su gato como a las diez y cuarto, cuando el Sol aún no pica en la piel, y la resolana se mantiene en la vereda de enfrente, y  cualquiera del pueblo, pues todos conocen a su rufián de pelaje blanco y  un ojo nublado, le cuenta que vio su sombra dando vueltas por allí.
Es el viento tan liviano en ese sitio de casas viejas.
Aún los pasos de la gente reflejan esas casas, la gente que va sin apuro alguno, a encontrarse con alguien, o a desencontrarse, para marcharse después  en dirección a un camino tardío, hecho a la forma de la sombra de los largos árboles de eucaliptos.
- Sirviéndose el mate, entre los amagos del atardecer, los hombres charlaban en la cantina, que era un sitio como cualquier otro,  en el que muchos cabían, aunque dos o tres personas se quedaban a veces atrás, escuchando, y los demás intentaban hacerse escuchar.
- ¿Para qué habrá venido? - dijo entre la tos del tabaco Tobías.
- Tiene la mirada de quien sabe que todos estaremos en su contra, pues la cara de forastero no se la saca ni con piedra  - opinó Andrés, y lo imaginó de pronto prendiendo las lámparas de techo de la casa de don Viriato, quien hacía tiempo envejecía y sufría el suplicio de la  gota en la capital.
Por dar batalla a los murciélagos y a las malezas, mantener - moderadamente - limpios el baño, la cocina y el altillo, cambiar las tejas rotas, y pagar unos pesos, los que sean, don Viriato le prestaba las llaves de su caserón a cualquiera   que, además  de aceptar  sus condiciones,  le cayera bien.
Tobías pensó en el forastero como le enseñó su abuela que debía pensar. La recordaba vaciando su tos seca  en un pañuelo de seda y contando entre tos y tos cómo los forasteros se llevaban en una bolsa de arpillera a los niños que se portaban mal.
Entonces toda la mierda caía de él, como de un cielo poblado por  negros, y aquella col que le costaba digestión y media junto con la paleta de chivo, salía convertida en una prolongación miserable de su cuerpo enfermo.
Pero al ver a aquel hombre emerger de entre el humo de su cigarrillo, (no lo había visto sino de espaldas, dirigiéndose hacia una calle delgada y musgosa que llevaba al río) sintió un susto todavía mayor que los sustos que lo dejaban empapado de sudor y de orín en su niñez, allá en el tiempo, con su abuela.
- Vaya uno a saber... Ah...; miren que he vivido mucho. Quizás este señor, de tan mal aspecto... - murmuró Tobías clavando los ojos.
 - Sí, compadre, y fíjese que con mandarlo  del pueblo estaría  resuelto el problema - comentó Andrés y por eso de hacer causa común clavó también  los ojos. 
- La señora Clara me ha comentado que está haciendo un pozo en el jardín trasero de la casa - intervino Joaquín, el hijastro de don Germán, mientras  pasaba un trapo húmedo por el mostrador de la cantina.
- ¿Y después? ¿Tú qué dices? - habló   de nuevo Tobías.
- Mi madre decía que cuando un hombre llega a un pueblo las mujeres se alegran pues encuentran  el anillo perdido, la posibilidad de poner fin a su soltería.
Cayó la noche.
Y cada cual, con el pensamiento o el disgusto  que le venía  al caso  a esa hora, se fue caminando para su casa.
Había un eco de viento.
Y al eco se le sumaba un suspiro como de dolor nocturno que busca la llave de la puerta para salir a la calle y caminar en busca de un distracción.
Por el camino de los perros, Tobías se dirigió fumando  hacia su hogar, y encontró que tenían muy buen olor, especialmente esa noche,  aquellos jazmines que colgaban en gajos de una casona pintada con color blanco.
Pero después decidió dar unas vueltas por el pueblo, y sin querer, eso es, sin querer, fue a parar hasta el sitio donde se encontraba  el extranjero.
Y vio, desde la ventana abierta por donde se colgaba la ínfima  luz de la Luna, la sombra de una persona en la pared.  Al principio era una sola sombra larga, luego varias, flotantes, etéreas casi, se sumaban a ella. Dibujaban  un baile al compás del vals “El Danubio Azul”.
Que el ruidoso pregonar de los grillos intentara distraer su atención, fue la incomodidad con la que tuvo que luchar durante un buen rato para no perder  el movimiento de las sombras  danzarinas y ese delgado hilo musical que estremecía su corazón.
La noche estaba estrellada y un lucero parpadeaba.
Se preguntaba qué extraña locura era aquella, la de bailar. Y pegaba su oído a la casa, y escuchaba risas, y algunos aplausos tímidos al inicio, aplausos delicados,  que se perdían después  de las manos para formar ya un llamado  rápido, enérgico y precipitado; un llamado furioso, inapelable,  a una pronta ejecución.
Sintiendo que el sudor le poblaba la frente, el cuerpo, y que la vejiga se le volvería en contra suyo en cualquier momento, vio con los ojos bien abiertos  cómo arrastraban a la sombra recién ejecutada, convertida en profusa  mancha de sangre, hasta la puerta principal.
Huyó.
Tomó de nuevo el camino de los perros para dirigirse a su casa y dormir, pero esa noche no pudo conciliar el sueño.
Y a la mañana, sin importarle que aún fuera muy temprano, tan temprano, y que el cielo tenía más de oscurecido que de clareado, fue a golpear las puertas  de las casas  del pueblo. La poca gente  lo escuchó contar, con un por supuesto, Dios nos libre,  y claro que sí, lo del asesinato en la casa de don Viriato. Finalmente el pueblo,  en remolino de polvo, se dirigió hacia lo de Viriato.
Joaquín, por orden de don Germán, fue corriendo hasta la polvareda  y la polvareda  entendió las razones a los gritos  que les daba el mozo: Había que deliberar sobre el crimen en el bar. La gente se sintió suelta   y compuesta pues a cada uno le tocaría su turno de hablar.
 - Nada más verlo, yo supe que ese extranjero mataría a cualquiera de nosotros, pues se le veía la intención en la ceja - dijo doña Ángela, y empapó el sudor temprano de la frente con un pañuelo que siempre tenía guardado en el bolsillo del delantal para circunstancias como ésas.
- A mí, el muy cabrón se me quiso echar con el auto encima, pero yo me tiré del lado del pasto, y caí sobre las boñigas; me levanté y durante un largo trecho corrí tras él. Pero ya ven. Los asesinos siempre escapan - contó Teodoro, el pastor de ovejas.
A esta altura de la conversación, la gente estaba más que animada. Y el licor corría de boca en boca como una mosca. Y uno decía que había que colgarlo de un árbol, y otro no paraba de reír pues el efecto del alcohol en el estómago vacío funcionaba como una cuerda.
Hablaron de su abuelo José, los mellizos Gastón y Abel Franco, y se ofrecieron, en nombre de él, que había sido asesinado por un forastero, ir a traer al asesino.
A esa altura del mareo, de las burbujas de cerveza que formaban bigotes en los rostros de algunos hombres y mujeres,  de las carcajadas que hacían imposible casi el turno  de la conversación, de los hipos que se celebraban como si fueran explosiones de fuegos artificiales, lo del ajusticiamiento pasó a ser un asunto de segunda necesidad, de modo que los mellizos, que estaban sobrios y furiosos, fueron por el extranjero, y llevándolo al cementerio, lo colgaron de un árbol de ceibo.
En el  domingo siguiente se vio mucha gente  en el camposanto.
Las mujeres colocaban unas violetas sublimes  y unos crisantemos piadosos bajo la cruz sin nombre debajo de la cual tiritaba todavía,  si los muertos tiritan, el extranjero.
Y había otras cruces sin nombres. Y otras. Y otras. La gente compraba flores de origami de  Gertrudis, apostada frente al portón de hierro.
Rosas, santarritas, gardenias, jazmines, adelfas y claveles de papel para los forasteros ajusticiados por los mellizos del pueblo.


Comentario sobre “DONDE VIVEN LOS MUERTOS” (i)
Thania Rincón

Hermoso y profundo poema, Daniel y es francamente bella la metáfora con la que lo comienzas: los muertos tienen “agua de lluvia en los ojos”. Todos los versos van destilando la presencia de tus amados ausentes, en cosas tan grandes y magnéticas como la lluvia; en las más pequeñas y no menos importantes de la naturaleza, tales como una flor, de frágil y delicada pureza; una hormiga,  calculadora, disciplinada y a su rutina siempre atenta... Y el dolor y la tristeza crecen con cada letra, porque ya sin ellos no puedes estar, se han convertido en la razón misma de tu existencia. Los muertos son los insustituibles, irrepetibles, irreemplazables, pero ya insondables seres especiales que alguna vez descubriste cual fortuitos luceros capturados al mirar con desenfado el cielo…pero lograron, imponentes, descorrer muchos de tus velos, los mismos  con los que luego de dormirse tus queridos muertos, tus instintos cubrieron, quedándose en ti para siempre y logrando con ello separarlos de todo y todos con salvaje y a la vez tierno y dulce celo.  En tu pensamiento se enmurallan tus muertos; sus ojos sorbes cada día, disfrutas sus rostros que ahora acompañan tu insomnio, tus desvelos por sus recuerdos. Los cuidas con fe inmaculada y tanto  esmero, como el  de aquel que pule día a día un diamante sagrado con denuedo; tus muertos son un amuleto de valor supremo para superar el tedio del largo y vacío camino que se ha vuelto tu vida sin sus pasos, sin despertar cada mañana con la alegría de un nuevo encuentro. Tus muertos se mezclan en tu fatigada respiración al caer la tarde, en cada gemido nocturno de agónica nostalgia y desespero, en cada suspiro con tu mujer, cuando a ambos los empapa una gota de felicidad clandestina, pues le roban la alegría al gran momento arrancado de la espiritual melancolía y el encarnado febril ensueño. Y son tus muertos la luz que se filtra en tus espacios con sombras, pero también quienes ensombrecen los rayos que tus ojos hieren al alba, por sentirlos ajenos, indescifrables o predecibles, pero de temible vacuo fundamento. Los muertos son tu todo, visten y desnudan cada entorno con sus cuerpos invisibles pero de tanto peso que la alegría de cualquier nueva ansia desplazan y evaporan la fugaz inquietud o el asomo de algún nuevo misterio que se extingue con porfía ante uno solo de los recuerdos de tus muertos. Tus muertos amenazan trivializar lo que no pertenezca al mundo que has armado con ellos, y te vuelves de nuevo insustancia ante la magnitud de sus abrazos cuando, inútilmente, alguna vez sacudes tu cuerpo a ver si se te resbalen de los huesos, …se te olvida acaso que los has tallado en ellos. Tus muertos no son enemigos ni amigos de tus enemigos y amigos; ni pretenden colocar ni rechazar a nadie en su terreno; no se enteran de nada que no sea lo que tú les dibujas a ellos; y desde su imperceptibilidad se van abultando en un mismo reino, donde impera tu selección servicial de  implacable portero, siempre contando sus inquilinos sempiternos, delineándolos, configurándoles y maquillándoles el rostro en sobrio rito y a veces en divertido y feliz juego, y te vuelves de nuevo incansable amante, acariciándoles el pecho con tus pies, pateándoles con tus manos sus traseros, cuando pretendes celebrar sus crónicas visitas a tu soledad, cuando la incapacitante ausencia de ellos te desgarra por dentro... Mas, siempre logras resucitarlos y mantenerlos vivos con tus gigantescos nobles dedos. Tus muertos no están muertos, su potente brevedad marcó surcos en tu piel, desde aquella vez que se incrustaron en ti como balas en un corazón desierto, la infinitud de sus razones y sus locuras son ahora tus senderos, la emoción de las íntimas sonrisas compartidas y la magia de comunes viejos planes y sueños, son tesoros de cuales hoy te sientes exclusivo, solitario y auténtico dueño. Y no saldrán de tus venas y por tus poros, mientras vivas para morir por ellos, mientras mueres por vivir en ese lugar de amor admirable, sublime y eterno que ya compartes con ellos.

(i) DONDE VIVEN LOS MUERTOS - Daniel Isaac Octaviano. PARADOXAS Nº 158.


LAS MARGARITAS DE FIBONACCI
40añera (ii)

Su manía por contabilizar las cosas que rodeaban su vida le había proporcionado una pila de libretas llenas de anotaciones ordenadas rigurosamente en estanterías clasificadas por temas. Así, sabía exactamente donde buscar los datos que su cabeza no eran capaces de recordar, aunque eso solo le ocurría muy de tarde en tarde.
Sabía que a las 635 pipas exactas su lengua se inflamaba y necesitaba 642 mililitros de agua para continuar pero que a partir de ahí no era bueno comenzar desde cero porque se confiaba y tan solo serían necesarias 198 para que le doliera la tripa intensamente.
Las latas de sardinas que le gustaban traían invariablemente 9 piezas aunque en su caja se anunciaran un margen entre 6 y10, las de berberechos siempre contenían 10 de más y la de mejillones 2 menos a lo marcado.
Conocía que su corazón latía 76 veces cada 60 segundos si se encontraba en una situación normal y calmada, que cuando descansaba sus latidos decrecían a 65, pero si se quedaba profundamente dormía su corazón podía llegar a latir entre 45 ó 50 veces, dependiendo de si soñaba o no. Aún recuerda lo difícil que le resultó explicarle a la farmacéutica lo que quería y lo extraño que le resultó cuando la envió a una tienda de deporte a comprar el aparato. Con él puesto hacía 2.676 días descubrió que si marcaba por encima de 220 sonaba una alarma y entraba en un estado de pánico tal que la conducían directamente al desmayo.
Comprendió también que si lloraba, a sus 23.040 parpadeos diarios le tenía que restar 18.900, pero esto ya no sucedía desde 2.556 días atrás en que había dejado de llorar, desde aquel momento compraba gotas para ayudarlos con su sequedad.
Fue justo por esas fechas cuando se dedicó a contar pétalos de margaritas todos los que encontraba en los jardines o en el campo. Constató que las llamadas del “amor correspondido” tenían que tener un número de pétalos como 6, 11, 16 ó 21,  siempre y cuando, utilicemos la formula de “Me quiere, no me quiere, mucho, poquito, nada”, homologando el amor, de esta manera con los múltiplos de cinco.
Enfrascada en esta labor tropezó con los números de Fibonacci  y su secuencia de enteros la fascinó. Su entusiasmo la llevo a recorrer 34 librerías, donde compró 21 libros de matemáticas, 13 específicamente dedicados a la geometría, 8 de botánica y 5 a la arquitectura.
Entre los de botánica 3 se dedicaban exclusivamente a las margarita pero pronto los desechó, porque 2 captaron su interés. Al final solo profundizaría específicamente en 1 que la llevó el largo de la diagonal de un pentágono cuyo lado mide uno. Fue así como olvidó parpadeos, lágrimas y margaritas y tropezó con la razón áurea dedicándose a buscarla en todo lo que la rodeaba perdiéndose entre las espirales de las caracolas y los mareas de girasoles próximos a su hogar.




Revista PARADOXAS N° 161 – Volumen I
2 de Mayo de 2011

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