PARADOXAS
REVISTA VIRTUAL DEL SURREALISMO NEOBARROCO
Año VII - N° 161 –
Volumen I
INDICE
VIAJE CON LUNA - Hilda Breer
MIERDOSAS DIVINIDADES - Pablo López.
Iconoclasta.
EL FORASTERO - Delfina Acosta
Comentario sobre “DONDE VIVEN LOS MUERTOS” -
Thania Rincón
LAS MARGARITAS DE FIBONACCI - 40añera (*)
EDITORIAL
LITERATURA
SEGÚN BORGES
- El deber de
cada uno es dar con su voz. El de los escritores, más que nadie.
- La
imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura porque a ella propendemos
en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas
veces una operación instantánea.
- La
literatura es un sueño dirigido y deliberado.
- Un libro es
más que una estructura verbal; es el diálogo que entabla con su lector y la
entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en
su memoria.
- Al
principio, todo escritor es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los
años puede lograr, sin son favorables los astros, no la sencillez, que no es
nada, sino la modesta y secreta complejidad.
- Toda lectura
implica una colaboración y casi una complicidad.
- No hay en la
tierra una sola página, una sola palabra que sea sencilla, ya que todas
postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
- El escritor
más eficaz es aquel que incluso puede parecer un poco torpe.
- Los jóvenes
son barrocos por timidez. Temen que si dijeran exactamente lo que se han
propuesto los demás descubrirían en ello una tontería. Entonces se ocultan bajo
varias máscaras, llegan a pensar que la literatura es una especie de arte
combinatoria de palabras. Pero el arte se hace de vida y no de vida meramente
observada.
Así fue
publicado por Escritos, Revista Cultural. Vale.
El Editor
AD ETERNUM.
Aragggón
No he encontrado el Magno
Reglamento Pontífice Oficial para Escritores. Ese oficio que imagino nefasto
con sus múltiples apartados y presentaciones ridículas. Estructuras sacadas del
sobaco de alguna vaca sagrada de gestos y aires pestilentes de élite.
No he firmado el contrato que me
condena como escritora cuadrada de paredes rancias y selladas sin escapatoria.
Aún sigo prófuga de la justicia divina que purgará, en algún momento mis
pecados.
Y no siento tristeza de que mis
palabras sean excluidas de sus reinos. Me hace única e interesante. Soy
vanidosa y poseedora de mil pecados más. Seguramente arderán mis letras junto a
mi piel tatuada con ellas en sus hogueras que heredan las técnicas de la época
de la caza de brujas.
Imagino como trazarán al aire sus
persignaciones de despedida conteniendo sus erecciones bajo las sotanas, ni
siquiera visibles porque son tan mínimos sus miembros.
Y habrá grupos de rezadoras
cubriendo sus rostros faltos de orgasmos añorando el perdón de un Dios
inexistente, del amiguito imaginario no superado en sus infancias: Ave María
por mi perdón, Padre Nuestro por mis pecados. Un crucifijo colgando entre sus
manos que las roza indecente y solo cierran la mirada para no caer en tan
divina tentación.
Y sí, les recuerdo, hablo desde
el 2011. ¿Les parece increíble?
No encuentro el formato para que
me acepten en el club de redentores de la nueva luz literaria. Tal vez siendo
miembro activo mis letras no ardan en el fuego purificante. Aprenderé a cerrar
los ojos y latigarme cual fiel iluminati ante la presencia de un obsceno
pensamiento. Redimiré mi conciencia y la volveré blanca, pura y casta como el
coño de la Virgen.
¡Mentira! ¡Ni volviendo a nacer!
¡Ni loca!
Mi naturaleza me obliga a vivir
más intensamente la brasas de sus condenas.
Recen, oren, mientras copulan mi
cuerpo los demonios letrados frente a sus ojos que no controlan el morbo por
verme.
Déjenme fuera de su paraíso de
angelitos y flores acarameladas.
Seguiré siendo el animal
analfabeta de sus vocablos retorcidos envueltos de hojas de oro que decoran con
hipocresía sus templos.
Seré la bestia que jode sus
reglamentos hipócritas teñidos de censura. Se los dejo claro, como les gusta… ad
eternum.
VIAJE CON LUNA
Hilda Breer
Salí del establo al atardecer.
Acomodé el navegador para viajar por calles normales y no por la autopista. El
día fue bellísimo, claro, pero a esa hora comenzaba a oscurecer. Fue una
experiencia increíblemente bella pues viaje contigo, gozamos en silencio de la
puesta de sol, de las luces rojas en el horizonte, de las ramas de los árboles
todavía sin hojas, que se elevaban hacia el cielo formando extrañas redes como
algas dispersas y ondulantes, calles bordeadas de troncos fuertes, seguros, y
las praderas a los lados con animales correteando o ya dirigiéndose a sus
pesebres. Todo en tonalidades de rojos, rosados, azules, dorados, amarillos,
verdes los sueños, verde la esperanza, verdosos los ojos que miraban toda esa
belleza real en la que estaba también la luna. Luna llena gigante, asombrada y
sonriente de mi felicidad, luna que nos alumbraba a los dos. Vivaldi acariciaba
mis oídos, luego Mozart, y la noche seguía acercándose como si buscara hacernos
un lugar para amarnos. Y te toqué, y te soñé y te poseí protegida por esa
luna bondadosa y paciente, y casi llegue al lugar de destino
en un trance. Hacia tiempo que no vivía tanta belleza junta. Es una zona muy
plana y los colores de ese anochecer se dispersaban por todas las calles, las
aldeas y las pequeñas ciudades por las que pasaba, como arcoiris equivocado, y
llegué. Me abre la puerta un señor mayor, muy simpático y hasta diría alegre,
rebosaba de alegría. Me saludó abrazándome con cariño, lo cual me sorprendió y
recordé otra vez que alguien me abrazó con cariño al llegar a una estación de
trenes sin haberme visto antes. Pasé, fuimos a un saloncito y le mostré la
estatuilla, comenzó a revisarla admirado y a decirme que era una grata sorpresa
encontrar una pieza de colección como esa, y también junto con ella ver mi
rostro, mi figura, mi risa. Conversamos poco; me contó que vio por casualidad
el aviso, y pensó de inmediato, por la breve descripción, que era lo que
buscaba. Aceptó el precio sin remilgos ni regateos y la puso sobre una mesita
rinconera junto a un hermoso jarrón chino azul cobalto. Me quedé poco rato, ya
habia vivido el viaje contigo de otra manera y eso me llenaba. A la hora quise
regresarme, de noche no manejo feliz pues no veo bien. Y regresé a la casa como
tres cuartos de hora mas tarde, no es tan cerca. Regresando, la luna volvió a
acompañarme y sonreía y nos miraba.
Nota.- La autora agradece la
creativa edición barroca realizada sobre el texto original por el Arcángel
Nonato.
MIERDOSAS DIVINIDADES
Pablo López. Iconoclasta.
Si pudiera escribir a alguien que
le importara algo de mi vida, le diría que la vida ha sido larga hasta ahora.
Que me siento un poco cansado.
Si ese alguien que me escucha, le
importo de verdad, sólo puede ser alguien poderoso; porque sólo alguien
importante podría interesarse por mis miserias.
Soy demasiado vulgar para
despertar interés.
Le pediría que es hora de paz;
que ha llegado el momento en el que yo, cosa inane, deje de tener protagonismo.
No valgo tanto como para que un
dios de mierda me preste tanta atención, no necesito que me jodan las
divinidades. Soy humilde y sencillo. Quiero pasar desapercibido para los putos
dioses.
No necesito que nadie ni nada
piense en mí. Sólo Ella.
No quiero que un dios de mierda
con sus proverbiales y piojosos designios me siga prestando su atención. Los
hay necesitados, los hay malos. Los hay que deben morir.
Yo quiero ser ignorado por ellos.
Si Cristo en persona me diera su
bendición, le diría que no me amara, que no intentara redimirme. Que ni se me
acerque con su mierdosa misericordia. Porque si existiera, él sería el
responsable de mis años de frustración y soledad.
Le diría que gracias a mi humana
fuerza y entereza, he encontrado el amor, a pesar de él, a pesar de todos los
dioses y deidades de este jodido mundo.
No existo, eso les diría. Que me
dejen en paz esas mierdosas divinidades.
EL FORASTERO
Delfina Acosta
En el pueblo no ocurría nada.
Gertrudis, que vendía flores de
origami frente al cementerio cada domingo, y Andrés, que solía traer alguna que
otra presencia dominical suya hasta el portón de hierro para que se viera la
calidad de la gabardina de sus pantalones, hablaban, y hablando, tosían niebla.
A veces les pasaba por los ojos el
recuerdo del día en que vieron abandonar al cura párroco el pueblo.
Nadie iba a misa y a él le
quedaban muy grandes esos apóstoles de
caliza de su iglesia, uno debajo de cada tragaluz hexagonal, y sobre todo el
crucificado, que con la cabeza gacha y ladeada sobre su hombro derecho, parecía
contagiarle la muerte, haciendo aún más penosa y desventurada su situación de religioso sin fieles.
Si existiera una murmuración de aquellas generaciones
indiferentes a Dios que inventaran una
sospechosa relación entre su persona y el ama de llaves de la casa parroquial,
aquella habladuría, aquel comadreo le
parecerían solamente un pecado que debía perdonar, pero nadie murmuraba nada.
Ni una irrelevancia: “Ah... he
visto al cura párroco buscando a su perro, pero él no me vio, aunque Benito
sí”.
Ninguna gravedad: “Y después de
media damajuana de vino, se le da por otra media damajuana más, y al llegar a
una damajuana, tú le llamas don Tomás, o don Jaime, o don José María, y te cree
y se te acerca”.
A veces caía alguna que otra
gente en el pueblo, pero luego
desaparecía.
Las casas, con el musgo y las
hiedras trepando por las paredes, y las palomas quedándose a vivir en los
aleros, esa agua desabrida del aljibe
que subía cayéndose a veces de sí misma, aquellas luces callejeras que venían a morir puntualmente a las seis
del crepúsculo, espantaban a las personas que no entendían cómo era posible una
existencia sin autos levantando polvareda por el camino, sin calles con nombres
difíciles de leer en el primer intento, sin un parque con glorietas a donde ir a
buscar un trébol de cuatro hojas y arrancar
la nostalgia, la melancolía del sitio.
Somos gente sola - dijo
Gertrudis.
La señora Florencia no cuenta,
jamás sale de su casa, salvo que venga a llevarla a pasear alguna amiga que
jamás la visitó - mencionó Andrés.
Fue en un día de mucha humedad, pero de leves
y de breves apariciones del viento sur que traía un poco de alivio a la gente
asmática del sitio, cuando llegó un hombre de sombrero panameño y larga barba pelirroja en un auto modelo 60. Algunos curiosos se
sintieron a salvo de aquel pueblo tan chico y desolado y aburrido.
En una ciudad uno despierta y ya
está mirando más de dos veces el reloj de pared para asegurarse de que la
hora no le está engañando; al oír la bocina de los taxis, uno salta, como
alertado por una sirena, y va a recoger el diario del pasto que se afana en
mantener su frescura, y luego corre a
hacer la primera llamada telefónica del día.
Ah..., en una ciudad uno despierta, y ya está
abriéndose paso entre el intento de amabilidad de los demás, con un nervioso “Permiso,
permiso”.
Villeta... En el pueblo todo es
tan distinto, empezando por la levedad
del aire que se abandona al vuelo delicado de
las más coloridas mariposas.
Sale doña Mariana a buscar a su
gato como a las diez y cuarto, cuando el Sol aún no pica en la piel, y la
resolana se mantiene en la vereda de enfrente, y cualquiera del pueblo, pues todos conocen a
su rufián de pelaje blanco y un ojo
nublado, le cuenta que vio su sombra dando vueltas por allí.
Es el viento tan liviano en ese
sitio de casas viejas.
Aún los pasos de la gente
reflejan esas casas, la gente que va sin apuro alguno, a encontrarse con
alguien, o a desencontrarse, para marcharse después en dirección a un camino tardío, hecho a la
forma de la sombra de los largos árboles de eucaliptos.
- Sirviéndose el mate, entre los
amagos del atardecer, los hombres charlaban en la cantina, que era un sitio
como cualquier otro, en el que muchos
cabían, aunque dos o tres personas se quedaban a veces atrás, escuchando, y los
demás intentaban hacerse escuchar.
- ¿Para qué habrá venido? - dijo
entre la tos del tabaco Tobías.
- Tiene la mirada de quien sabe
que todos estaremos en su contra, pues la cara de forastero no se la saca ni
con piedra - opinó Andrés, y lo imaginó
de pronto prendiendo las lámparas de techo de la casa de don Viriato, quien
hacía tiempo envejecía y sufría el suplicio de la gota en la capital.
Por dar batalla a los murciélagos
y a las malezas, mantener - moderadamente - limpios el baño, la cocina y el
altillo, cambiar las tejas rotas, y pagar unos pesos, los que sean, don Viriato
le prestaba las llaves de su caserón a cualquiera que, además
de aceptar sus condiciones, le cayera bien.
Tobías pensó en el forastero como
le enseñó su abuela que debía pensar. La recordaba vaciando su tos seca en un pañuelo de seda y contando entre tos y
tos cómo los forasteros se llevaban en una bolsa de arpillera a los niños que
se portaban mal.
Entonces toda la mierda caía de
él, como de un cielo poblado por negros,
y aquella col que le costaba digestión y media junto con la paleta de chivo,
salía convertida en una prolongación miserable de su cuerpo enfermo.
Pero al ver a aquel hombre
emerger de entre el humo de su cigarrillo, (no lo había visto sino de espaldas,
dirigiéndose hacia una calle delgada y musgosa que llevaba al río) sintió un
susto todavía mayor que los sustos que lo dejaban empapado de sudor y de orín
en su niñez, allá en el tiempo, con su abuela.
- Vaya uno a saber... Ah...;
miren que he vivido mucho. Quizás este señor, de tan mal aspecto... - murmuró
Tobías clavando los ojos.
- Sí, compadre, y fíjese que con mandarlo del pueblo estaría resuelto el problema - comentó Andrés y por
eso de hacer causa común clavó también
los ojos.
- La señora Clara me ha comentado
que está haciendo un pozo en el jardín trasero de la casa - intervino Joaquín,
el hijastro de don Germán, mientras
pasaba un trapo húmedo por el mostrador de la cantina.
- ¿Y después? ¿Tú qué dices? -
habló de nuevo Tobías.
- Mi madre decía que cuando un
hombre llega a un pueblo las mujeres se alegran pues encuentran el anillo perdido, la posibilidad de poner
fin a su soltería.
Cayó la noche.
Y cada cual, con el pensamiento o
el disgusto que le venía al caso
a esa hora, se fue caminando para su casa.
Había un eco de viento.
Y al eco se le sumaba un suspiro
como de dolor nocturno que busca la llave de la puerta para salir a la calle y
caminar en busca de un distracción.
Por el camino de los perros,
Tobías se dirigió fumando hacia su hogar,
y encontró que tenían muy buen olor, especialmente esa noche, aquellos jazmines que colgaban en gajos de
una casona pintada con color blanco.
Pero después decidió dar unas
vueltas por el pueblo, y sin querer, eso es, sin querer, fue a parar hasta el
sitio donde se encontraba el extranjero.
Y vio, desde la ventana abierta
por donde se colgaba la ínfima luz de la
Luna, la sombra de una persona en la pared.
Al principio era una sola sombra larga, luego varias, flotantes, etéreas
casi, se sumaban a ella. Dibujaban un
baile al compás del vals “El Danubio Azul”.
Que el ruidoso pregonar de los
grillos intentara distraer su atención, fue la incomodidad con la que tuvo que
luchar durante un buen rato para no perder
el movimiento de las sombras
danzarinas y ese delgado hilo musical que estremecía su corazón.
La noche estaba estrellada y un
lucero parpadeaba.
Se preguntaba qué extraña locura
era aquella, la de bailar. Y pegaba su oído a la casa, y escuchaba risas, y
algunos aplausos tímidos al inicio, aplausos delicados, que se perdían después de las manos para formar ya un llamado rápido, enérgico y precipitado; un llamado
furioso, inapelable, a una pronta
ejecución.
Sintiendo que el sudor le poblaba
la frente, el cuerpo, y que la vejiga se le volvería en contra suyo en
cualquier momento, vio con los ojos bien abiertos cómo arrastraban a la sombra recién
ejecutada, convertida en profusa mancha
de sangre, hasta la puerta principal.
Huyó.
Tomó de nuevo el camino de los
perros para dirigirse a su casa y dormir, pero esa noche no pudo conciliar el
sueño.
Y a la mañana, sin importarle que
aún fuera muy temprano, tan temprano, y que el cielo tenía más de oscurecido
que de clareado, fue a golpear las puertas
de las casas del pueblo. La poca
gente lo escuchó contar, con un por
supuesto, Dios nos libre, y claro que
sí, lo del asesinato en la casa de don Viriato. Finalmente el pueblo, en remolino de polvo, se dirigió hacia lo de
Viriato.
Joaquín, por orden de don Germán,
fue corriendo hasta la polvareda y la
polvareda entendió las razones a los
gritos que les daba el mozo: Había que
deliberar sobre el crimen en el bar. La gente se sintió suelta y compuesta pues a cada uno le tocaría su
turno de hablar.
- Nada más verlo, yo supe que ese extranjero
mataría a cualquiera de nosotros, pues se le veía la intención en la ceja -
dijo doña Ángela, y empapó el sudor temprano de la frente con un pañuelo que
siempre tenía guardado en el bolsillo del delantal para circunstancias como
ésas.
- A mí, el muy cabrón se me quiso
echar con el auto encima, pero yo me tiré del lado del pasto, y caí sobre las
boñigas; me levanté y durante un largo trecho corrí tras él. Pero ya ven. Los
asesinos siempre escapan - contó Teodoro, el pastor de ovejas.
A esta altura de la conversación,
la gente estaba más que animada. Y el licor corría de boca en boca como una
mosca. Y uno decía que había que colgarlo de un árbol, y otro no paraba de reír
pues el efecto del alcohol en el estómago vacío funcionaba como una cuerda.
Hablaron de su abuelo José, los
mellizos Gastón y Abel Franco, y se ofrecieron, en nombre de él, que había sido
asesinado por un forastero, ir a traer al asesino.
A esa altura del mareo, de las
burbujas de cerveza que formaban bigotes en los rostros de algunos hombres y
mujeres, de las carcajadas que hacían
imposible casi el turno de la
conversación, de los hipos que se celebraban como si fueran explosiones de
fuegos artificiales, lo del ajusticiamiento pasó a ser un asunto de segunda
necesidad, de modo que los mellizos, que estaban sobrios y furiosos, fueron por
el extranjero, y llevándolo al cementerio, lo colgaron de un árbol de ceibo.
En el domingo siguiente se vio mucha gente en el camposanto.
Las mujeres colocaban unas
violetas sublimes y unos crisantemos
piadosos bajo la cruz sin nombre debajo de la cual tiritaba todavía, si los muertos tiritan, el extranjero.
Y había otras cruces sin nombres.
Y otras. Y otras. La gente compraba flores de origami de Gertrudis, apostada frente al portón de
hierro.
Rosas, santarritas, gardenias,
jazmines, adelfas y claveles de papel para los forasteros ajusticiados por los
mellizos del pueblo.
Comentario sobre “DONDE
VIVEN LOS MUERTOS” (i)
Thania
Rincón
Hermoso y profundo poema, Daniel
y es francamente bella la metáfora con la que lo comienzas: los muertos tienen
“agua de lluvia en los ojos”. Todos los versos van destilando la presencia de
tus amados ausentes, en cosas tan grandes y magnéticas como la lluvia; en las
más pequeñas y no menos importantes de la naturaleza, tales como una flor, de
frágil y delicada pureza; una hormiga,
calculadora, disciplinada y a su rutina siempre atenta... Y el dolor y
la tristeza crecen con cada letra, porque ya sin ellos no puedes estar, se han
convertido en la razón misma de tu existencia. Los muertos son los
insustituibles, irrepetibles, irreemplazables, pero ya insondables seres
especiales que alguna vez descubriste cual fortuitos luceros capturados al
mirar con desenfado el cielo…pero lograron, imponentes, descorrer muchos de tus
velos, los mismos con los que luego de
dormirse tus queridos muertos, tus instintos cubrieron, quedándose en ti para
siempre y logrando con ello separarlos de todo y todos con salvaje y a la vez
tierno y dulce celo. En tu pensamiento
se enmurallan tus muertos; sus ojos sorbes cada día, disfrutas sus rostros que
ahora acompañan tu insomnio, tus desvelos por sus recuerdos. Los cuidas con fe
inmaculada y tanto esmero, como el de aquel que pule día a día un diamante
sagrado con denuedo; tus muertos son un amuleto de valor supremo para superar
el tedio del largo y vacío camino que se ha vuelto tu vida sin sus pasos, sin
despertar cada mañana con la alegría de un nuevo encuentro. Tus muertos se
mezclan en tu fatigada respiración al caer la tarde, en cada gemido nocturno de
agónica nostalgia y desespero, en cada suspiro con tu mujer, cuando a ambos los
empapa una gota de felicidad clandestina, pues le roban la alegría al gran
momento arrancado de la espiritual melancolía y el encarnado febril ensueño. Y
son tus muertos la luz que se filtra en tus espacios con sombras, pero también
quienes ensombrecen los rayos que tus ojos hieren al alba, por sentirlos
ajenos, indescifrables o predecibles, pero de temible vacuo fundamento. Los
muertos son tu todo, visten y desnudan cada entorno con sus cuerpos invisibles
pero de tanto peso que la alegría de cualquier nueva ansia desplazan y evaporan
la fugaz inquietud o el asomo de algún nuevo misterio que se extingue con
porfía ante uno solo de los recuerdos de tus muertos. Tus muertos amenazan trivializar
lo que no pertenezca al mundo que has armado con ellos, y te vuelves de nuevo
insustancia ante la magnitud de sus abrazos cuando, inútilmente, alguna vez
sacudes tu cuerpo a ver si se te resbalen de los huesos, …se te olvida acaso
que los has tallado en ellos. Tus muertos no son enemigos ni amigos de tus
enemigos y amigos; ni pretenden colocar ni rechazar a nadie en su terreno; no
se enteran de nada que no sea lo que tú les dibujas a ellos; y desde su
imperceptibilidad se van abultando en un mismo reino, donde impera tu selección
servicial de implacable portero, siempre
contando sus inquilinos sempiternos, delineándolos, configurándoles y
maquillándoles el rostro en sobrio rito y a veces en divertido y feliz juego, y
te vuelves de nuevo incansable amante, acariciándoles el pecho con tus pies, pateándoles
con tus manos sus traseros, cuando pretendes celebrar sus crónicas visitas a tu
soledad, cuando la incapacitante ausencia de ellos te desgarra por dentro... Mas,
siempre logras resucitarlos y mantenerlos vivos con tus gigantescos nobles
dedos. Tus muertos no están muertos, su potente brevedad marcó surcos en tu
piel, desde aquella vez que se incrustaron en ti como balas en un corazón
desierto, la infinitud de sus razones y sus locuras son ahora tus senderos, la
emoción de las íntimas sonrisas compartidas y la magia de comunes viejos planes
y sueños, son tesoros de cuales hoy te sientes exclusivo, solitario y auténtico
dueño. Y no saldrán de tus venas y por tus poros, mientras vivas para morir por
ellos, mientras mueres por vivir en ese lugar de amor admirable, sublime y
eterno que ya compartes con ellos.
(i) DONDE VIVEN LOS MUERTOS -
Daniel Isaac Octaviano. PARADOXAS Nº 158.
LAS MARGARITAS DE FIBONACCI
40añera (ii)
Su manía por contabilizar las cosas
que rodeaban su vida le había proporcionado una pila de libretas llenas de
anotaciones ordenadas rigurosamente en estanterías clasificadas por temas. Así,
sabía exactamente donde buscar los datos que su cabeza no eran capaces de
recordar, aunque eso solo le ocurría muy de tarde en tarde.
Sabía que a las 635 pipas exactas
su lengua se inflamaba y necesitaba 642 mililitros de agua para continuar pero
que a partir de ahí no era bueno comenzar desde cero porque se confiaba y tan
solo serían necesarias 198 para que le doliera la tripa intensamente.
Las latas de sardinas que le
gustaban traían invariablemente 9 piezas aunque en su caja se anunciaran un
margen entre 6 y10, las de berberechos siempre contenían 10 de más y la de
mejillones 2 menos a lo marcado.
Conocía que su corazón latía 76
veces cada 60 segundos si se encontraba en una situación normal y calmada, que
cuando descansaba sus latidos decrecían a 65, pero si se quedaba profundamente
dormía su corazón podía llegar a latir entre 45 ó 50 veces, dependiendo de si
soñaba o no. Aún recuerda lo difícil que le resultó explicarle a la
farmacéutica lo que quería y lo extraño que le resultó cuando la envió a una
tienda de deporte a comprar el aparato. Con él puesto hacía 2.676 días
descubrió que si marcaba por encima de 220 sonaba una alarma y entraba en un
estado de pánico tal que la conducían directamente al desmayo.
Comprendió también que si
lloraba, a sus 23.040 parpadeos diarios le tenía que restar 18.900, pero esto
ya no sucedía desde 2.556 días atrás en que había dejado de llorar, desde aquel
momento compraba gotas para ayudarlos con su sequedad.
Fue justo por esas fechas cuando
se dedicó a contar pétalos de margaritas todos los que encontraba en los
jardines o en el campo. Constató que las llamadas del “amor correspondido”
tenían que tener un número de pétalos como 6, 11, 16 ó 21, siempre y cuando, utilicemos la formula de
“Me quiere, no me quiere, mucho, poquito, nada”, homologando el amor, de esta
manera con los múltiplos de cinco.
Enfrascada en esta labor tropezó
con los números de Fibonacci y su
secuencia de enteros la fascinó. Su entusiasmo la llevo a recorrer 34
librerías, donde compró 21 libros de matemáticas, 13 específicamente dedicados
a la geometría, 8 de botánica y 5 a la arquitectura.
Entre los de botánica 3 se
dedicaban exclusivamente a las margarita pero pronto los desechó, porque 2
captaron su interés. Al final solo profundizaría específicamente en 1 que la
llevó el largo de la diagonal de un pentágono cuyo lado mide uno. Fue así como olvidó
parpadeos, lágrimas y margaritas y tropezó con la razón áurea dedicándose a
buscarla en todo lo que la rodeaba perdiéndose entre las espirales de las
caracolas y los mareas de girasoles próximos a su hogar.
Revista PARADOXAS N° 161 – Volumen I
2 de Mayo de 2011
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