miércoles, 1 de enero de 2014

PARADOXAS Nº 191

PARADOXAS

REVISTA VIRTUAL DEL SURREALISMO NEOBARROCO

Año IX - N° 191

INDICE

Luzbel. - Francisco Antonio Ruiz Caballero
 Fantasía en Rojo y Negro. - Francisco Antonio Ruiz Caballero
Tormento Indio para un Séptimo de Caballería. - Francisco Antonio Ruiz Caballero
Estatuas Negras de Efebos para el Palacio de un Marica. - Francisco Antonio Ruiz Caballero
Estatuas y Espejos. - Francisco Antonio Ruiz Caballero.
CASSIOPEIA - F.S.R.Banda


EDITORIAL

“Una de las vetas por las que ha transitado la poesía latinoamericana en las últimas décadas es el neobarroco. Influidos por el cubano José Lezama Lima, y después recontextualizados en la teoría postestructuralista, gracias al también cubano Severo Sarduy, los escritores actuales han forjado una poesía que efectivamente ha dado nueva lozanía al barroco histórico, sobre todo por los modos en que se genera un discurso subversivo, que frustra los planos de la oración ordenada, lógica y directa. Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (México: Fondo de Cultura Económica, 1996), una selección de 22 escritores hecha por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí, pone en circulación en un plano continental esta tendencia neobarroca, tal vez una de las más interesantes de nuestro fin de siglo. A pesar de grandes diferencias entre los poetas incluidos, hay ciertos rasgos afines; doy, como ejemplo, cuatro: 1) énfasis en el aspecto fónico del lenguaje y, por ende, de la superficie, como modos de acceder al «significado» de las cosas; 2) rebelión en contra de los sistemas centrados y simétricos; 3) uso de múltiples registros del lenguaje, acudiendo a códigos que vienen de la biología, las matemáticas, la cibernética, la astrología, etc., y a la vez usando jergas dialectales, palabras soeces, neologismos, cultismos; 4) uso de una sintaxis distorsionada, donde los signos de puntuación se emplean mayormente con finalidades prosódicas.”
En “Neobarrocos y neomodernistas en al poseía latinoamericana” de Jacobo Sefamí. Vale.

El Editor


Luzbel.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

Luzbel iba con sus pavos reales sobre una carroza de oro y arcoiris. Las ruedas de oro y violeta se sostenían sobre frías estrellas verdes y sobre relámpagos de oro naranja. Exhalaban los hibiscos y las madreselvas su perfume a caramelo, y las libélulas rojas y doradas iban de junco en junco. Luzbel estaba en la tarde, toda dorada y toda verde, entre chispas de oro entre los árboles, las acacias amarillas y las jacarandas moradas acunaban colibríes de diamante, y se miraba en el agua el sol. Dorados resplandores acuáticos había en los estanques donde los solitarios nenúfares rosas eran visitados por dulcísimas abejas, se sostenían los jardines y los estanques sobre atletas de torso de nácar de brazos poderosos y mirada verde, y el universo entero se balanceaba sobre una inmensa tortuga amarilla, de oro, que caminaba sobre las aguas opalescentes. Las sirenas de las fuentes cantaban con voces de cristal azul brillante rimas de arcángeles de fuego, de cabello azul y rosa, que jugaban con querubines de pelo violeta y mirada oscura. En los ojos de los querubines estaba Luzbel bebiendo vino moscatel y granadina, y se emborrachaba entre mariposas doradas y fucsias, naranjas y escarlatas. El carro de Luzbel iba con sus sesenta pavos reales azules, sobre un lecho de amatistas iridiscentes, Isis niña besaba a Osiris niño con besitos de pomelo amarillo y mandarina, y se escanciaba en las orquídeas y las rosas el rocío gota a gota. Las libélulas azules acorraladas pendían de las hojas de las minúsculas zarzitas, llenas de serpientes verdes. Y el arcoiris iba desde el violeta al dorado, al fucsia al rojo al azul al verde, entre centellas. Los espejos reflejaban partituras lilas y partituras naranjas y sobre los pentagramas caminaban los pétalos carmesíes o fucsias de los geranios. Se iba la tarde como una fresca aguamarina al sol y en esto que Luzbel mandaba a los caballos de su carro a galopar entre llamaradas. Las aguas eran profundas y negras, llenas de ranas verdes, con Shubukins de oro. Los sátiros en los parques de los magníficos palacios de alabastro buscaban ninfas desnudas y las encontraban tocando la flauta, melodía en la que iban ocultas corazón y pensamiento, y los chivos se encargaban de deleitarlas con sus largos penes de plata. Se acababa la tarde, los vencejos chirriaban maravillosos sobre un poniente violeta y oscuro, como un zafiro azul, y salían diminutos murciélagos a cazar mosquitos. Llegaba la noche y sobre el carro de oro y arcoiris con sus sesenta pavos azules las estrellas titilaban soberbias. Pero el niño satánico quería más. Los espejos se rompieron a las once de la noche, una armonía se desprendió precipitada desde un cielo de estrellas azules y el niño satánico cayó de su carro irisado que iba sobre llamaradas de carbones encendidos, y Luzbel se quemó. Su cara era siniestra, sus alas de murciélago feroz, tenía dos cuernos en la frente y le acompañaban los siete pecados capitales. El carro ahora era un carro negro como la noche, conducido por caballos maléficos, de dientes como cuchillas y ojos llenos de víboras, y en las colas tenían cabezas de dragones. Y Lucifer lo mandaba con la Muerte a su lado llena de cráneos amarillos, y los pavos reales eran pavos reales rojos, e iba sobre un lecho de cucarachas violentas. Y en esto llegó San Miguel arcángel con sus ejércitos de ángeles rubios y las arpas se estremecían tocadas por los dedos de los yonquis y los drogadictos esquizofrénicos. Y hacían daño las notas de las arpas y las campanas furiosas tocaban a arrebato, y el fuego era como una mancha de petróleo siniestro, y los cormoranes huían espantados y en sus ojos se veían hormigas macabras. La noche estaba dentro de todos los espejos rotos, dando gritos de mujer con hijo muerto y en todas las catedrales se cometían sacrilegio con el Cuerpo de Cristo ensuciado por las manos oscuras de los moros. Y San Miguel mandaba a sus legiones y las centellas eran azules y Satanás mandaba también a los suyos, que eran bellísimos y muy malos y fornicantes, y las centellas eran rabiosamente negras y había hormigas verdes y hormigas naranjas devorando flores y rosas, y yo me tomaba una copita de anís dulce.


Fantasía en Rojo y Negro.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

La armadura del Emperador era roja y negra. Las armaduras de sus subordinados también. En el amplio salón del palacio había una jaula con cuervos y una jaula con cardenalitos. Alimentaban a los cuervos con carne humana. Y un gran acuario con peces rojos y negros se veía al fondo del trono de hierro del emperador. La emperatriz acompañaba a su esposo en los actos importantes. Llevaba siempre un Kimono negro y rojo, y unas adelfas rojas en el cabello recogido con una gran peineta negra en forma de mariposa. Había un biombo con un dragón negro de uñas rojas, devoraba marineros negros de esbeltísimas figuras y tenía los ojos amarillos con las pupilas rojas. Y varias orquídeas negras y amarillas adornaban jarrones rojos. Los músicos del emperador también vestían de rojo y de negro, tocaban flautas, cítaras, arpas y armonios de color rojo, y la música se asomaba a laberintos y a negras profundidades acrisoladas. El campesino llegó hasta la estancia del emperador y expuso su caso, pedía justicia, el emperador lo escuchó mientras sonaba el címbalo negro de un músico, cuando terminó de hablar se hizo un silencio profundamente rojo. Un cardenalito gorjeó una débil musiquilla indiscretamente y un cuervo hambriento graznó con violencia escarlata. El emperador dejó caer un pañuelo negro al suelo y el címbalo arpegió una nota de cuerda punzante, y varios samuráis, de vestidos rojos y negros, se abalanzaron sobre el campesino, el campesino intentó defenderse pero el rojinegro cangrejo lo tenía bien sujeto en el suelo, el emperador dejó caer un pañuelo rojo sobre su trono de hierro negro, una vela se apagó y otro cardenalito rojo pió con insolencia, graznó otro cuervo hambriento, un samurai arrancó un ojo del campesino. El ojo rodó por el suelo en una raya de sangre roja, y otro samurai lo recogió en un vaso de cristal. El címbalo arpegió una nueva nota de azúcar bellísima. Se había hecho justicia. El chambelán del emperador, vestido de negro y rojo, agitó una banderita pequeña y los samuráis arrastraron al campesino herido fuera del salón del palacio. La sangre del ojo arrancado manchaba una loseta negra, una limpiadora que se arrastraba por el suelo para no tener la cabeza más alta que la del Emperador la limpió, el cubo de agua fresca llevaba grabado en el cinc un dragón con los ojos de rubíes. Un samurai dió de comer el ojo del campesino a los grajos, los cuervos lo devoraron rápidamente, revoloteaban los cardenalitos rojos en su jaula de oro, y los cuervos también se agitaban con rencor y hambre, los peces negros y rojos en su acuario se ahogaban dando besos y más besos redondos con sus labios glotones. Los músicos tocaban extasiados, surgían mariposas negras y rojas que volaban sobre profundidades llenas de llamaradas negras. El chambelán agitó su banderita triangular y el embajador de Persia llegó al salón del palacio. Iba con tres soldados árabes negrísimos. Y los músicos dejaron de tocar. Llevaba el persa un gran cofre portado por cuatro esclavos rubios, lo abrió y estaba el cofre lleno de rubíes que brillaban como carbones encendidos, lo vació sobre la estancia. Los cardenalitos se agitaban y los cuervos graznaron con desagrado. El emperador dejó caer un pañuelo rojo al suelo, y los guerreros samuráis se abalanzaron sobre los emisarios, el embajador persa gritó “guerra” y alzó su alfanje curvo, pero los samuráis lo apuñalaron. Llevaba el embajador persa un traje de plata blanco que se tiñó de amapolas irritadas. Cuando caía al suelo un músico espantado arañó una cuerda de su címbalo y otro cuervo graznó. La Emperatriz suspiró y derramó una lagrimilla por la belleza del Persa muerto.


Tormento Indio para un Séptimo de Caballería.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

En mi finca de Los Molinos tengo un cobertizo en el que crío buitres leonados. Son unos animales hermosísimos. Tienen los ojos azules como el de algunas mujeres. Y sus picos son hachas guerreras indias. Los alimento a base de filetes de ternera y de cerdo, algún trozo grande de vaca muerta, que ellos desollan y destrozan hasta los huesos, y algún que otro animal muerto. El cobertizo es inmenso, parece el palacio de un rico al que hubiesen embargado todos los muebles hasta dejar su residencia vacía, como un desierto. Unos grandes ventanales de rejas dan al sur caliente, por donde penetra la luz del sol en verano como un viejo alacrán venenoso. Los buitres son un primor, una metáfora de mi pluma sangrienta, algo que me dice que tengo más de indio que de séptimo de caballería, me encanta su plumaje. Sobre las perchas se llevan horas y horas acicalándoselo. Yo me dedico a observarlos en la ciudad por medio de un circuito cerrado de televisión. Sólo mis amigos más íntimos conocen de su existencia, de otro modo la policía ya me los habría requisado. Los he alimentado incluso con serpientes muertas a las que yo mismo decapité. Los he ido criando desde que eran huevos robados en los cerros de la sierra de Cazorla. Si la guardia civil me hubiese atrapado hubiese pasado quince años en la cárcel. Tengo doce maravillosos y extraños ángeles funerarios. Doce hachas guerreras indias sedientas y hambrientas de carroña. Corcheas de platino irisado dan a la música el aspecto tornasolado de marrones elegíacos, y sus ojos azules y grises, como el de algunas mujeres y gatos, son perfectas llamaradas de luz felina para unas aves dantescas. Para los romanos eran aves de buen augurio y los egipcios tenían debilidad por ellos. Como versiones plumeas de las hienas son espectaculares. Hacen mi delicia cuando los veo acicalarse sobre sus perchas, inmóviles como estatuas de ónice plumado. Cuando rodean el trozo de carne muerta en descomposición que deposito sobre el centro del cobertizo parecen una famélica cohorte de viudas ricas con abrigos de visón sobre un marido muerto, plañideras glamurosas que quisieran resucitar al muerto a base de picotazos. Rodean la carne y parecen una anémona marina en movimiento, una ocre y marrón anémona marina que se agitara en un mar de corales tupidísimos. Qué agradecidos son cuando comen de mi mano un filete de ternera rojo y sangrante. Sus picos espectrales son hachas de un verdugo, cuchillos de un carnicero esquizofrénico. La semana pasada fue el crimen. El poeta había osado en comparárseme. Había dicho: rosas brillan perfumando la carroña, refiriéndose a mi obra poética, el insulto era intolerable, inadmisible, esperé tres eternos meses hasta que el incidente estuviera olvidado por todos, por todos, claro, excepto por mi. Lo secuestré en la parada del autobús. Pagué a dos sicarios colombianos para que me ayudasen, el poeta era flacucho y miserable, afeminado, tenía unos bracitos minúsculos, como de mujer, y aunque quiso resistirse no pudo con los dos leones de la FARC que yo había alquilado. Lo llevaron a mi cobertizo y se desentendieron de él, les di ciento veinte mil euros a cada uno, me salieron muy caros, unos moros habrían ejecutado el acto por la cuarta parte de ese dinero. Estaba desnudo y atado con alambres en mitad del cobertizo, esperé a que los buitres lo vieran, estuvieron sin comer una semana, asustados por los gritos que daba el poeta, pero finalmente le dieron el primer picotazo en los ojos. Le arrancaron un ojo de cuajo mientras otro de los pájaros escarbaba en su nariz, el poeta chillaba como una rata. Con las garras le arañaban el pecho, otro buitre empezó por unos genitales de pacotilla, cuando le arrancaron de un picotazo el glande el poeta se quedó inconsciente, despertó cuando uno de los buitres le arrancaba los labios de un profundo y avaricioso picotazo. Hurgaron sus tetillas sonrosadas, todos abalanzados sobre él, como un concierto de violines sombríos. Así no volvería a meterse conmigo. En unas horas solo quedaron los huesos. Pobre poeta, hasta lo echo de menos, era un critico pésimo. Tuvo su merecido. Rodeado de plumas, como los grandes escritores.


Estatuas Negras de Efebos para el Palacio de un Marica.
Francisco Antonio Ruiz Caballero

Estatuas negras de efebos para el palacio de un marica. Pavos reales azules y verdes. Gallos rojos. Cisnes. Mirlos metálicos. Canarios timbrados españoles. Grillos en sus jaulas de alambre de níquel. Diapasones metálicos. Dulces marimbas. Exóticas lámparas modernas y brillantes. Neones fluorescentes, rosas y verdes. Collares de rubíes. Estatuas lapislázulis de efebos. Fuentes de ámbar perfumado. Danzarines desnudos con máscaras de cerdo. Senadores romanos con togas imperiales verdes, viejos, muy viejos, con el pelo canoso. Crisantemos amarillos y naranjas. Voluptuosas orquídeas. Sapos. Perlas del Adriático. Banderas rojas con el emblema de Albania, dobles águilas bicéfalas. Galgos. Copas de absenta verdísima. Caros perfumes admirables. Deliciosas especialidades de azúcar. Chocolate rosa. Esencia de azahar. Licor de pomelo. Vidrieras góticas refulgentes, rojos sublimes, verdes exquisitos. Mantos de Vírgenes. Rascacielos elevadísimos. Nueva York de noche. Cimitarras y nenúfar. Lirios violetas y lirios negros. Gardenias. Acueductos. Vampiros. Estatuas negras de efebos para el palacio de un marica. Banderas portuguesas. Cofrecillos de malaquita y tíbores de oro macizo. Vasos de tinta negra. Zafiros azules oscurísimos. Ronroneantes acordeones de vino. Jengibre y menta. Agua de Sevilla. Limpísimas transparencias cristalinas. Piscinas transparentísimas. Saunas de perfume. Topacios verdes. Esmeraldas. Jacintos. Rosas jamás podridas. Carne de lila. Belcebúes bellísimos sobre mares de fuego. Atlantes que sostienen cúpulas de oro. Santos coitos. La marca preciosísima del fuego. Escorzos de atleta. Saltos de pértiga. Escherzos de guitarra. Madreperlas. Vino. Estatuas negras de efebos para el palacio de un marica. Colección de mariposas muertas. Insectario de libélulas. Vértigo y adormidera. Jugo de opio blanco. El amor en la rama de un almendro. Luna que se asoma a un pozo sin fondo. Violencia de granates. Caballos al galope. Buitres y cucarachas. Palomas negras. Ejercicio que acaba en muerte. Hipnosis. Histeria. Iridio. Y yo vuelto penumbra y toro. Y yo vuelto penumbra. Y al fondo, como en un espejo, Siria ardiendo.


Estatuas y Espejos.
Francisco Antonio Ruiz Caballero.

Estatuas y Espejos. Limpias superficies. Flor de adormidera. Menta y eucalipto. Fuentes de agua fría, Dragones azules, orquídeas de cristal. Ceniza de tabaco, aroma de incienso, perfume de azaleas, fresa y hojarasca, día de lluvia, noche abierta oscura, Diciembre de Sevilla, arquetipo de cisne, rosas de plata, luna sobre el trópico, nieve en las marismas, diamantes amarillos. Estatuas y Espejos, formas masculinas, turgencias de deleite, rectas poderosas, maullidos de gato, carne de membrillo, zumo de pomelo, mandarina dulce. Elaborada persecución de esclavos negros, muchachos teñidos de diamante, labios azules, labios violetas, labios rosas, Besos de vampiro, Ósculo de muerte, bóveda de Iglesia, Cúpula gigante, playa de Noviembre, Oásis de Libia. Samarcanda. Nínive. Estatuas y Espejos, Davides de Miguel Angel, estrellas de cine, limones agrios, sándalo y turquesa, aceite y ámbar, resina y miel, vino negro y granate, zumo de granada, Aliento de la nieve, cúspide de azúcar, toro solitario, cuerno de la luna, sensual madrépora, nudibranquio verde. Estatuas y Espejos. Fría cueva oscura llena de relámpagos, sol sobre la arena, sol sobre la nieve, Iris amarillo, Música violeta, Árbol siliquastrum, nardo florecido, azafrán salobre, Espanto en un minuto, hielo y coca cola, Ambulancia chirriando, nenúfar del estanque, Templo de los Griegos, Música de órgano. Transidos pavos reales. Estatuas y Espejos, guerreros mejicanos, hormigas anaranjadas, colibríes rojos, sabor a glutamato, escorpiones morados, gallos vietnamitas, flor de la amapola, luna sobre el lago, Ronda y Guadaira, verso de Kavafis, línea de la mano, muerte en la mirada, Africa cautiva, Amazonas verde. Lenta crucifixión de soles negros, ámbares sagrados, carey y crimen, flor de los hibiscos, mariposas lilas, naranjas agresivos, turquesas y calambre. Estatuas y Espejos, y espejos que reflejan estatuas, y malaquitas en los jarrones y escherzos de trompeta y alelíes rosas y escorzos de cisne, y gallos peleando y gloria y angustia, y altura y Orgasmo.

Se miran solitarios los amantes suicidas, y destila el escorpión su veneno increíble, hecho de pétalos de rosas. Puntos suspensivos, y el Ruiseñor queda estático sobre el alambre y sueña con un poniente de plata pura en el que caracolean Unicornios de playas grises. Todo lo que queda es un perfume triste. Espejos y estatuas y estatuas que se reflejan en los espejos. Isla. Sagrario. Muerte.


F.S.R.Banda

“Vivía en las nuevas hierbas de abril, en suaves y claros líquidos que se alzaban de la tierra de almizcle.” La bruja de abril, Ray Bradbury.

Los vestigios anulares de las innumerables lunas con sus ríos de plata fundida y sus oros espejeando en las arenas y las cenizas volcánicas de los soles y planetas inútiles en la hondura de un universo en continua deflagración, en los vacíos palacios de amatistas con sus balcones florecidos de geranios azules y sus antiguos portones de hierro forjado y maderas resecas. Las cinco estrellas congeladas, sus ascensiones y declinaciones desde una tierra muerta envuelta en las emanaciones de un pasado feroz que dejó la impronta de su culminación de noviembre, de los centauros y los unicornios, de la cursi bisutería de sus crepúsculos y la extensa soledad de piedras canteadas, sin lluvias, sin la nostalgia de civilizaciones extintas enterradas bajo los bosques de los granitos y los gabros, sin cárcavas ni drenajes, solo sus desiertos fosforescentes y las refulgentes avenidas de obsidiana, sin fantasmas ni huellas de pisadas. Un lento corcel de acrílicos y micas vaga por el polvo de sus tormentas buscando para siempre las lujuriosas selvas de las incertidumbres gravitatorias, de las vibraciones estelares, intentando decodificar los jeroglíficos trazados en la herrumbre de los sideritos embancados en un tiempo que ya no sucede, atrapando los cuarzos de los suplicios y los tungstenos de las naves inverosímiles que cruzaron los eones explorando las constelaciones perdidas. El viento de los milenios ha erosionado los monumentos fúnebres, los pomos de las puertas y el alféizar de los ventanales, los vidrios esparcidos y las mustias paredes de adobes, también los escombros de las ecuaciones y los algoritmos de lo esotérico, el significado de los sueños, los horóscopos, las runas y la esfera de cristal, los oráculos, el tarot, el feng shui, y el I-Ching, las premoniciones de las fases lunares, el burdo tejido tetradimensional del espacio-tiempo, la distancia y el silencio que definen la soledad absoluta, la verdadera. El azar medra entre los soles de espanto con sus hielos cristalizados sobre las grandes piedras que dejaron los diluvios, un aura de quietud invade esas tardes de dragones y murciélagos, de blancos y frágiles esqueletos de celacantos, de élitros calcáreos, de caparazones vacías. Los secretos cementerios de tumbas vacías resplandecen constatados por el albedo de un astro que no existe desde hace centurias, la noche es un terciopelo tenebroso donde los vestiglos sueñan con la luna, con las espumas y los jazmines iluminados por noctilucas y luciérnagas sucesivamente en una misteriosa convergencia.



Revista PARADOXAS N° 191
5 de Diciembre de 2013




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