miércoles, 2 de marzo de 2011

PARADOXAS Nº 158


PARADOXAS

REVISTA VIRTUAL DEL SURREALISMO NEOBARROCO


Año VII - N° 158


INDICE

DONDE VIVEN LOS MUERTOS - Daniel Isaac Octaviano
MALO, MUY MALO - Pablo López
EL FUNERAL DE S.M. EL REY - F.S.R.Banda


EDITORIAL

Por qué escribo.

Porque no sé bailar el tango, tocar un instrumento musical como la celesta o el glockenspiel, resolver problemas de matemáticas superiores, correr una maratón en Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, jugar al fútbol, jugar al rugby, excavar ruinas arqueológicas en Guatemala, descifrar códigos secretos, rezar como un moje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario, hacer carpintería, construir una cabaña en Algonquin Park, conducir un avión a reacción, hacer surf, jugar a complejos videojuegos, resolver crucigramas, jugar al ajedrez, hacer costura, traducir del árabe y del griego, realizar la ceremonia del té, descuartizar un cerdo, ser corredor de Bolsa en Hong Kong, plantar orquídeas, cosechar cebada, hacer la danza del vientre, patinar, conversar en el lenguaje de los sordomudos, recitar el Corán de memoria, actuar en un teatro, volar en dirigible, ser cinematógrafo y hacer una película, en blanco y negro, absolutamente realista de Alicia en el País de las Maravillas, hacerme pasar por un banquero respetable y estafar a miles de personas, deleitarme con un plato de tripas à la mode de Caën, hacer vino, ser médico y viajar a un lugar devastado por la guerra y tratar con gente que ha perdido un brazo, una pierna, una casa, un hijo, organizar una misión diplomática para resolver el problema del Medio Oriente, salvar náufragos, dedicar treinta años al estudio de la paleografía sánscrita, restaurar cuadros venecianos, ser orfebre, dar saltos mortales con o sin red, silbar, decir por qué escribo.
Alberto Manguel *

Así fue pirateado del reportaje ‘Por qué escribo’ de Jesús Ruiz Mantilla. Sección El país semanal ( 02-01-2011). ELPAIS.COM. . Vale.

El Editor


* Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) es escritor, traductor y editor argentino-canadiense que escribe generalmente en inglés, aunque a veces lo hace también en español.



Vida, Obra, y Muerte de Arcangelo Strangosky.
Francisco Antonio Ruiz Caballero.

(Proyecto para una novela si tuviera paciencia, virtud que desconozco) (Que la escriba Arturo Perez Reverté).

(Pido a los dioses me sean propicios en el relato que estoy a punto de escribir).

En las vísperas de la Navidad de aquel año, la nieve caía sobre el pueblo como la mano de un esqueleto descarnado, fría y mortal como los cuchillos. Nacía nuestro compositor bajo el maleficio del hielo en un pueblito de los alrededores de Moscu, la aldea Sebastoycalla, que actualmente es un barrio del extrarradio de la ciudad, con parada de metro rabiosamente majestuosa. Era Arcangelo hijo de Luigi Strangosky, un italo ruso fabricante de pianos, quizás de él heredara el atractivo mediterráneo de sus melodías, un pomelo agridulce, muy amarillo y con un toque de amargura negra. Su padre, rubio y de ojos azules, cabía un firmamento sublime en sus ojos, era jugador, borracho, y pendenciero. El día en que Arcangelo fue engendrado su padre perdía dos mil rublos en una partida de cartas, volvía borracho a su casa, daba una paliza a su mujer, y luego, como poseso de una fiebre infernal, la violaba regando con besos los cardenales azules provocados. Su madre en cambio, Maria Teresa Induskeya, era una armonía celeste en medio de un mar tempestuoso, toda hecha de ternura y vino, azucarada como la miel de romero pero a veces airada como el cianuro. De ahí que el temperamento del muchacho a veces se agriara como el vinagre y otras veces fuera dulce como el arrope de uva. De niño Stragonsky se maravillaba con el sonido que su padre hacía resbalar sobre las cuerdas de sus pianos. Y su conocimiento de la música nace de un terrible accidente con el trineo en el que se rompe las dos piernas. Encerrado en su habitación observa por la ventana a los niños divertirse en la nieve y jugar y la melancolía, como un tigre azul, le desgarra el alma, y solamente la música de los pianos de su padre le hace revivir. En esa fecha, 1800 y pico, es su primera novia, Margarita Incrusetia, que con el tiempo fuera la prostituta más famosa de Moscu, y su primer amigo Jaruslaw Neverkin, muerto en combate contra los tártaros, valiente como un millón de españoles y asesino como un tábano con paludismo. Y de esa fecha también es su primera sinfonía: el colibrí de fuego, en la que los clarinetes arpegian centellas de rubíes sobre diapasones de berilo, a la inocencia del niño sumaba ya la perfección de un organista, su colibrí vuela sobre pentagramas escarlatas acompañado de libélulas fucsias y es todo tan dulce como un caramelo y tan hermoso como una tarde de primavera. Posterior a esa fecha lo vemos en el conservatorio María Anduyesca, su padre pasaba hambre por el niño, toda la familia pasaba hambre, su madre pasaba hambre y sus dos hermanas pasaban hambre, y él sin embargo pasaba un calvario de malos tratos por parte de los curas que regentaban aquel siniestro conservatorio, cárcel, reformatorio, morgue, infierno, paraíso. A los diez y siete años compone su segunda sinfonía, La medusa violeta, de un violeta tan lila como un enjambre de abejas celestiales, en ella hay un logaritmo de melodías sincopadas y un glamour de plumas y arabescos de oro, un crisantemo naranja y las siete facetas del arcoiris adheridas a una gardenia. Mezclaba ya la elegancia y lo siniestro con gotas de arsénico frío. Conoce los salones de Moscu, y se mezcla con masones y anarquistas. Todos preparan una conspiración contra el Zar. El Zar acude a una representación de Ifigenia en Táuride y un amigo suyo, Ivan Intonesku, lanza una bomba contra el potentado. Hay cuatro muertos y el zar sale ileso, se organiza una cacería de elementos subversivos y Arcangelo es enviado a Siberia, preso como revolucionario. ¡¡Oh cuantas vicisitudes pasaría el muchacho en su destierro en Siberia¡¡¡. Una mañana el frío había congelado a Irigo Yashenvski, y los presos, mortalmente heridos por el hambre, practican el canibalismo, Arcangelo come el hígado de su compañero de presidio, come su falo enorme y escurridizo, repugnante, y come sus ojos, que nadie quiere, atizado por un demonio de fuego que baila en sus tripas como un leviatán de terror. La sopa de carne contenía tripas humanas, dedos, y ojos, y Strangosky ve en ello una melodía de sangre y zafiros, mortalmente herido por la necesidad. Compone la sinfonía La Mariposa del Demonio, una sinfonía negra, en la que los violines no son menos negros que la antracita, llena de ópalos amarillos vivísimos como almejas nunca saboreadas. Envía su composición al arzobispo Blasov, y éste la entrega al fuego. Desesperado, loco, con unas fiebres terribles, escribe su quincena sinfonía Jesús en el Gólgota, y el arzobispo Blasov, amante de las artes y celoso franciscano, pide su indulto al zar. Regresa a Moscu diez años más viejo, y vuelve a frecuentar los dorados, de esa fecha es su Cabellera de Absalón, viva y rugiente como un león de seis bocas, y elegante como una rosa negra. Mas tarde compone El Cisne degollado, espectral y enfermiza, soberbia y abracadabrante, glamourosa como un pitillo en los labios de una cortesana, densa como un puñado de humo verde, y tortuosa como un camino entre nopales. Los músicos le odian porque exige una habilidad extrema en sus composiciones. Se casa con Ivana Petrovna, de ojos verdes y cabello negro, riquísima y mala, que le engaña con todos, y tiene su primer y único hijo, Gabriel, que a los siete años muere de tisis. Atormentado por la pena compone su Réquiem amarillo, en el que el amarillo es negro y el negro es aún más negro, y en el que un toque púrpura sobre unas flautas pone una estridencia de desesperación terrible a unas corcheas de dolor. Se enamora de Rafaela Golitzia, esposa de Antón Rubiroff, y le obsequia con una composición de trigos amarillos y dorados, de hibiscos rojos, de tornasoles descoyuntados y fervorosamente azules, la sinfonía de Ibiza, y tiene con ella una noche de amor apasionada antes de un duelo a pistola con el marido de ésta Antón Rubiroff, al que mata de un disparo en el ojo. Compone sin cesar, hipnotizado por su propia belleza y viaja a Paris con su amante, donde todos los periódicos le acusan de enfermo y bellaco. Vuelve a Rusia y estalla el escándalo de las letras impagadas y casi al borde del suicidio, en una noche brutal, gana en el casino cien mil rublos. Con cincuenta y tres años, recién estrenado su Pájaro de cieno, una obra carente de sentido pero tan hermosa como una catedral gótica, enferma de peste bubónica. Es horripilante su enfermedad, se cubre de llagas, los médicos aseguran el envenenamiento, otros dicen que es escorbuto, y otros aseguran un pacto con Satanás. Muere desollándose a si mismo, mordiéndose la lengua y sudando sangre, en una agonía que dura tres días, tres días de apabullante rencor tenebroso. Hay quien dice que ese día no cantó ni un solo ruiseñor en el bosque. Su obra póstuma, acabada en su tercer movimiento por Bethoven, El Tormento de Andreovich Liubanin, es una estatua, un mausoleo dedicado a la avaricia, Andreovich Liubanin sufre de envidia y avaricia en la obra. Stragonsky incluye murciélagos negros que vampirizan corderos violetas, y la intervención de Bethoven, a indicaciones precedentes, es tan soberbia y majestuosa, que al final de la audición la gente se retira callada, absorta, y pavorecida por lo que acaba de escuchar.

(Ya está bien por hoy, que ya no doy más de mí).
(Y además si no os gusta, mejoradlo).


DONDE VIVEN LOS MUERTOS
Daniel Isaac Octaviano

Los muertos no se mueren, tienen agua de lluvia en los ojos y sueño de coral en las uñas para rascarse el corazón y la tierra cuando la vena de alguna flor o la antena de alguna hormiga los haga reír hasta callar las estrellas. Los muertos no se han muerto, nos morimos los sobrevivientes de su ausencia y soledad. Los muertos no se han muerto son un dolor inquieto entre el estómago y el pecho; se enredan a las costillas con cefalópoda habilidad y de hora en hora nos muerden el esternón. A veces, por la noche, los muertos salen a jugar con nuestra cordura y piel fría, bullen y queman como una locura de mezcal, se trepan al esófago en menos de lo que gritamos: ¡Baja de ahí, muerto mono travieso! Y a la brevedad de un segundo ya están brotando por los ojos de quien mira al cielo. Y esto está muy bien, pues si acaso caen y se dan de narices contra nuestros dedos, no duelen menos de lo que dolieron al decidir ser muertos. Los muertos no se mueren, los matamos. Los muertos no se han muerto ni viven polvorientos, astrosos u fosforescentes dando erráticos tumbos en los panteones. Ni pretenden, Es que nunca su intención es asustar a las viejas lloronas a los beodos extraviados a los curas quebrados, a los niños desobedientes con sueños de hombría en los bolsillos; o matarnos de amor inconcluso. No, los muertos no son muertos, son la viva promesa del mañana y del sueño que no dejará de comenzar. Los muertos no se han muerto, caen del cielo como Dios las tardes de julio; aparecen, así, nada más de repente colgándosenos al cuello y haciéndonos cosquillas en los pies. Ajenos al febril electrocardiograma del código social todos los muertos de nuestra dicha muestran encías sin labios y escupen sobre el mausoleo de la ecléctica derrota y del tirano triunfo. Los muertos nos saben en el pan de las mañanas, huelen como al cigarro que se enciende en el aislamiento de su recuerdo. Huelen a ti y a mí con gotitas de naranja en la risa del verano. Lo muertos no se han muerto, viven en las llagas que nos abren con su falta y juegan al columpio haciendo lazos de nuestras tripas. Y en el idioma que todos los muertos aprendieron al nacer cantan odas de luna mientras brincan y se desvisten en la parte más mullida de la oreja. Luego, cuando se aburren de nuestra pesadez y fragilidad —porque los muertos, todos, siempre se aburren de lo muy jodidos que nos dejaron aquel día—, van a risa y risa a recogerse bajo el párpado inferior derecho y ahí se toman muy en serio la siesta de media tarde. Los muertos no están muertos, tienen argumentos ilógicos, ritos coleópteros y ganas de emborracharnos hasta el próximo año. Libres del invierno y las matemáticas, les da por nevar sobre los hombros de los peatones lógicos. Los muertos no están muertos, los matamos si cedemos. Los muertos no se han muerto ni dejarán de hacerlo. Tienen forma, tienen color y presencia en las sonrisas que esbozamos mientras dormimos; en el nombre que con dedo y vaho trazamos hasta el entumecimiento en el cristal de una ventana fría. Los muertos no se han ido, ni se irán. Se han quedado a bañarse en nuestros ojos, se calientan las manos con el sonido de nuestra voz cuentan los pasos que hay de la cama a su ombligo, del llanto a la calle y de esta hora mía a la llama y la nada. Ahí donde viven los muertos, Eduardo, quiero soñar un mundo con mi mujer y contigo.


MALO, MUY MALO
Pablo López

Soy malo, nací con un rencor enquistado en el alma que crea tumores en carne, huesos y sangre. Yo sé que es verdad eso que dicen: que un mal estado de ánimo crea cánceres y enfermedades. Soy cáncer e infección porque soy malo. He de puntualizarlo porque los hay que se vuelven mala gente con la enfermedad. Yo nací malo, muy malo. Mi sangre es de un blanco leucémico, tan enferma, que se pudren las agujas que clavan en mis venas. Algunos doctores no quieren curarme porque dicen que no me lo merezco. Las enfermeras tienen miedo de tanta insania. Y ambos temen mi odio. Tengo un brazo podrido que se cae a trozos, que pica la piel y el muñón sangra por la acción liberadora de mis uñas. Ni la proximidad de la muerte puede hacerme mejor, más humano, más agradable. Los años pasan y la podredumbre en la médula de mis huesos crece y se hacen ramas duras, óseas que se clavan como raíces en mis músculos odiadores. Y el dolor es enloquecedor. No me canso de odiar y despreciar este infecto planeta en el que estoy prisionero. Hubo un hijo, tal vez fuera mío. No estoy seguro porque mi semen es pus clara desde hace mucho tiempo. Ya no recuerdo desde cuando. ¿Me di cuenta en mi primera paja? Creí amarlo; pero cuando me di cuenta de mi sangre blanca infectada y enferma, supe que no podía haber ningún tipo de cariño en mí. Toca morir y la puta hora no llega nunca. Y mientras pasa el tiempo, pateo caras de vagabundos en las noches, o disparo en cuerpos que no sé si son de hombre o mujer. No hay motivo alguno, no hay móvil. Por eso sigo libre, si se le puede llamar libertad a vivir en este planeta lleno de cosas desagradables y vulgares. Me duelen los huesos y la piel es pura comezón. Se me ha caído el antebrazo y el muñón ahora es rosado, no está curtido como el de la muñeca y duele solo rozarlo con la mirada. Dicen que es lepra del odio, que es lepra de la desesperación. Debería animarme, pensar en positivo. "Un ánimo positivo y optimista es el cincuenta por ciento de la curación de un paciente", dice el doctor. Sólo el descuartizamiento de un cuerpo me alivia, descarga adrenalina. Una adrenalina que debe estar tan podrida como el semen que producen mis testículos. Mi pene es oscuro, porque la sangre lo llena pero no retorna. Me masturbo como terapia para provocar la circulación sanguínea y así un día no encontrarlo entre las sábanas suelto y muerto como una morcilla de arroz y sangre de cerdo cocida. Me queda una sola mano y dos pies para seguir matando. Y por lo visto; poco tiempo de vida también. Pero poco tiempo es una eternidad aquí. Yo le digo a los médicos que se metan en el culo sus consejos, su superchería y psicología barata. Su cordialidad de mierda también. Yo solo quiero irme de aquí. Tal vez el suicidio... No... A pesar de este dolor, de esta vida agónica, amo el odio que me hace fuerte e indestructible. Aunque emboce el inodoro cuando defeco mis propias vísceras tumorales. Odiar es más fuerte que amar. Y es más fácil. Un hombre con la tez clara, barba y pelo castaños; que viste túnica y sus ojos verdes radian paz me ha dicho antes de acuchillarlo: “Muero por ti, hermano. Mi Santo Padre te acogerá en el cielo, no te guardo rencor.”. No puedes guardarme rencor, iluminado de mierda. Le he cortado el cuello y se ha volatilizado en el aire como si fuera humo. Creo que mi cerebro también se está pudriendo. Ni Cristo me redime de mi maldad. Y aunque me sangren las encías y se me desarrolle un cáncer linfático, despertaré con la mirada torva, mirando con asco el nuevo amanecer, sintiéndome enfermo con el calor de la nueva luz. Odiando la realidad que me arranca de sueños donde soy libre. Soy malo, soy tan malo que el cáncer no tiene fuerza para matarme completamente. El imbécil saber popular, por una vez tiene razón: mala hierba nunca muere. La buena sí muere. Y sangra, y se trocea, se quema, se tirotea...


EL FUNERAL DE S.M. EL REY
F.S.R.Banda

De zafiros destellando sus filosos cuchillos azules, de rubíes concentrados en su rojo fulgurante, lascivo, de esmeraldas de esplendorosos verdes transpuestos y de aguamarinas tornasoladas azul verdoso pálido y lustre entre céreo y vítreo eran las incrustaciones de la corona y del agazapado león rampante que remataba el cetro. Sus chispas brillantes encendían la oscura catedral y sus esquirlas de luz coloreada rompían la tenebrosa penumbra de la alta cúpula y los muros de sillería con sus filigranas y arabescos de yeso cuarteado y los rostros impasibles de los santos moldeados en las mejores yeserías de Huesca. Abajo el féretro de alabastro se iba trizando según una delicada red de fracturas que iban definiendo pequeños fragmentos hexagonales a medida que el humo del gran incensario, copia perfecta del botafumeiro, que pendulaba en un arco inverosímil abarcando desde el desolado altar de mármol rosado hasta el atrancado portón de madera de cedro al natural con el aldabón de bronce con dos llamadores en forma de águila bicéfala, y las guarniciones de hierro labrado, iba llenando la nave central con su humo sagrado y sus cenizas aun ardiendo que cruzaban la sombra fúnebre como rojas estrellitas fugaces. Se iba disgregando el féretro en pedacitos cristalinos translúcidos que tintineaban alegres con sus ecos de cristalerías secretas al caer y saltar sobre el piso de mármol embutido de mosaicos espejeantes. Pronto quedo a la vista el cadáver del rey sobre el plinto de mármol negro vestido de sus mejores galas, sedas y armiño, sus espuela de oro, su justiciera espada acerada y filosa, sus guante y cota de malla tejidas con el mejor acero, y su corona con los zafiros, rubíes, esmeraldas y aguamarinas. Ahí quedó desnudo de féretro, tirado a lo largo sobre el mesón negro envuelto en el humo del incienso y apenas iluminado por los destellos de sus joyas que reflejaban la luz sucia y difusa de las ventanas ojivales que nadie se acomedío a limpiar. Y el incensario fue reduciendo su arco lentamente en el profundo vacío de la catedral, y su humareda fue cada vez menos y menos perfumada, hasta que se detuvo lejos del cadáver real y ya no humeaba y solo era un hermoso objeto colgando impávido e innecesario como una plomada olvidada por un albañil colosal. La noche terminó por oscurecer la amplia catedral y ya no hubieron destellos ni reflejos, y todo fue sombra densa con un rescoldo oloroso a incienso, y allí sobre la mesa de mármol negro de las canteras de Marquina-Jeméin, el rey con sus galas y orgullos esperando inútilmente los honores, los responsos, los llantos, las lagrimas, la voz varonil del príncipe sucesor rememorando sus batallas, la dulce voz de la reina preguntando al destino ignoto porque él se había ido así de pronto dejándole un vacío en su corazón de alteza real y de mujer amada, y las voces de sus súbditos clamando al cielo por la perdida de su amo y Señor, y sus soldados haciendo resonar la tristeza del timbal funerario y el ruido de sables y el taconeo de botas de montar con la sonajera de las espuelas en los honores militares, esperando los fastos de la altanería de sus glorias, esperando inútilmente en la cerrada oscuridad de la inmensa catedral vacía. Solo observado por los impersonales ojos de vidrio en sus cuencas de yeso de la imaginería de vírgenes sufrientes y santos torturados. Sin saber, porque muerto no podía oír los cantos alegres y los gritos de jubilo, ni podía ver a las gentes de su reino, todos bailando ebrios de felicidad alrededor de la gran hoguera que habían encendido a medio camino entre el castillo y la catedral, a la salida del poblado miserable que estaba viviendo su primer jolgorio desde el día aciago en que el tirano había sido coronado. Vale.



Revista PARADOXAS N° 158
23 de Febrero de 2011
revista_paradoxas@yahoo.com

1 comentario:

  1. Hoy estuve dando un paseo por la revista, ya que estoy un poco engripada y no debo salir un poco de fiaca y lectura, hay muchos textos apasionantes. Felicitaciones.

    ResponderEliminar